miércoles, 16 de diciembre de 2009

Sueño con Cuba en Nueva York.

Sueño con Cuba en Nueva York.

Camino por el malecón. Doy un paso tras otro aunque no pueda creer cómo es que lo hago. Llevo la misma ropa de ayer. Los mismos pantalones de mezclilla que, gracias al uso de un mes sin lavarlos y a la humedad de la isla, son como una segunda piel que me cubre de la cintura para abajo. La misma camisa azul, de algodón y arremangada con restos de ron, café y cenizas. El piso del malecón es agua y lo siento porque camino descalzo. No recuerdo ni recordaré jamás dónde extravié las botas café oscuro. Y la misma barba de hace más de un mes. Esa que empecé a cultivar tres semanas antes de llegar a La Habana, porque así se llama el lugar por donde camino y que no he recortado por lealtad a mi guerrillero querido. El mismo cabello de siempre, también ahora largo, extrañamente menos rizado que de costumbre.

Pero no camino por este malecón a las seis de la mañana con el mismo corazón, ni con las mismas manos, ni con los mismos ojos ni con la misma alma. Camino con un corazón, con manos, con ojos y con un alma que me encontré abandonados en la esquina de un sucio bar de Centro Habana. Nadie los quería ya. A mí me faltaban.

Y supongo que nadie los quería y los dejó ahí botados porque a nadie se le pueden olvidar miembros de tal tipo. Mucho menos un alma. Ni la peor de las borracheras, ni la más tentadora de las mujeres del mundo, pueden hacerte olvidar algo así. Tal vez ya no le servían. Tal vez, cuando uno se encuentra camino al infierno o al cielo que a fin de cuentas son la misma mierda, prefiere dejar tales órganos (incluyendo el alma), sobre el lugar donde más los utilizó. Y dejar que se amoraten y se pudran y se unan a las banquetas, a los bares, a su cantinero preferido, al urinario donde tantos pecados confesó, a las mesas, a las sillas, a sus putas, a las mujeres que haya amado, al primer libro que le cambió la vida, a la pared donde se secaron, saladas, las lágrimas que brotaron de un primerizo corazón roto; que se unan a las ventanas por donde se asoman las vecinas gordas, negras y chismosas, a los solares, a los edificios derrotados ante el poder de la sal y la lucha comunista; a John Lennon imaginando como siempre y para siempre sobre una banca del parque más perdido de la ciudad, a los vendedores del Granma y del Juventud Rebelde, a sus propias manos llenas de callos y venas y sueños enterrados bajo la epidermis morena. Que se unan, Guevara, por lo que más quieras, que se unan a toda la isla, hasta oriente y sus guajiros, hasta El Morro y sus cañonazos, que se unan al malecón de La Habana que en Santa Clara no hay; a sus olas frías explotando contra el muro, al viejo de Hemingway pescando dorados en altamar, a sus niños mirando al horizonte sobre la cámara de una llanta de tractor, a sus parejas haciendo el amor sobre las rocas de la manera más dulce y encantadora que ojos humanos hayan visto y habrán de presenciar jamás; que se unan al mar, que se unan a este cielo siempre encabronado que vio llegar triunfante hace ya mucho tiempo a un Fidel joven y con ojos de niño, asustado y feliz, escoltado por Camilo siempre misterioso tras ese sombrero de paja y de ti, Guevara, escoltado por ti cuando eras el Che y sonreías pareciéndote demasiado a Cantinflas pero con asma y muertes en tu espalda. Que se unan a ese Che que no yacía frío sobre una plancha gris de Bolivia sino al que bebía mate mientras disparaba con la pluma y escribía con el cañón. Que se unan y se unan a todo esto. Que se unan a esa Cuba. Y no a la de los turistas gringos de panzas rosadas ni a la de los italianos siempre excitados ni a la de los mexicanos pequeñitos siempre buscando dónde clavar su minúsculo pene al mejor precio. Que no se unan a la Cuba de las putas de once años que juegan a la pelota con testículos, ni a la de los negros y mulatos con sus cadenas y sus anillos empotrados en las escaleras exteriores de sus edificios imitando ridículamente a los negros de Harlem.

El sol comienza a salir por detrás del Morro. En un par de horas comenzarán los cañonazos. Los turistas bajarán de sus camiones equipados con aire acondicionado provenientes del José Martí, con las cámaras rebotando en sus panzas enormes y sus sonrisas idiotas. “Curious place, honey. Look! There´s a hooker!” Me mata. Me matan y antes de que lo hagan prefiero seguir caminando con estos pies descalzos, estos jeans, esta camisa siempre azul, esta barba caliente y estos órganos y esta alma encontrados en esa esquina. Con las gotas frías besando mi rostro. Y triste. Enteramente triste. Por los tres corazones sanguinolentos en la mano derecha. El mío, el de la Negra y el de Raquel.

La historia de Raquel.

Raquel nació en la Ciudad de México, en el dos mil uno. Fue procreada en abril del mismo año cuando yo penetraba por detrás a la Negra cuyo verdadero nombre quiero olvidar para siempre. No pude evitarlo: Esa posición sexual me obsesiona. Me convierte en un ciego loco de lujuria. Así que dejé ir dentro de su cuerpo a Raquel. Sentí cómo el placer iba saliendo de mi miembro para abandonarme por un tiempo indeterminado, cómo se convertía en una masa uniforme y viscosa que viajaba a través de su útero y llegaba hasta el óvulo, volviéndose un ser solitario, un ángel con alas de púas, un ángel que no cobraba la fisonomía de esos que vigilan las iglesias, sino que se adaptaba perfecto al rostro de mi Raquel.

Y nació un mes después.

Las pinzas plateadas de un dios rencoroso y ambicioso le dieron su primera y única luz. El dolor de su madre no se comparó con el mío al buscarla dentro de un bote de basura. Ni la sangre saliendo a brotes de su vagina negra se comparaban con la sangre que se pegaba a las mangas de mi camisa en busca de un ojo, de una nariz, de una facción dentro de la basura.

Era un día caluroso en la Ciudad de México. La muerte de abril hacía nacer a un mayo confundido. Los humos pútridos de la contaminación se mezclaban con las nubes blancas y vírgenes que cerraban el cielo poco a poco. Lloraba. Lloraba recargado contra la pared, junto al bote de basura, vencido ante la búsqueda inútil de mi Raquel envuelta en Ramiros nunca nacidos, en Juanes nunca nacidos, en Marías y en Pablos, en Alejandras y Alejandros, en ángeles sin nombre destinados al purgatorio; llorando, llorando hasta que el llanto se convirtió en risa, en una risa enloquecida que me llevó a cruzar los pasillos del hospital, ante la mirada extrañada de las enfermeras y de los próximos asesinos, que me llevó hasta las narices enrojecidas por el brandy del doctor hijo de puta, que me llevó a sacarle los ojos con mi mano derecha, que me llevó a huir de ahí, con la Negra manchando de sangre los asientos traseros de mi auto, acelerando, acelerando y descartando la opción de frenar, velocidad de muerte, velocidad que me dejó inútil de conducir de ese modo para siempre; y llegar, llegar hasta su descuidado departamento y dejarla ahí, dejar sobre su intento de cama y su remedo de almohada a esa Negra que me robó la vida, que me arrancó como se muerde la flor de una rosa el sentido de este camino y que me devolvió a la oscuridad, a la noche, a la puta y enferma noche.

Ahí acaba la historia de Raquel. Porque no puedo contar nada más. Por ahora.

De regreso al malecón.

Paso tras paso. La humedad de las olas es la bofetada de una mujer que me quiere volver a ver al día siguiente. En la bolsa trasera de esos usados pantalones de mezclilla se esconde una compañera: llamada igual que la ciudad pero con V. El primer trago entra difícil. ¿Cómo poder cargar con esto sin su ayuda? Camino y bebo y sin darme cuenta ya estoy cerca de la Plaza de Armas. Cerca de los camiones con aire acondicionado. Cerca de la muerte. Más ron. Más tragos a mi compañera. Se me acaba. Se me acaba La Habana. Mi Habana querida se envuelve de mi tristeza. Paradójicamente una sonrisa cubre mi rostro de oreja a oreja. Feliz. Feliz me siento. Con hambre de un perrito caliente con papas fritas y una Bucanero bien helada. Mi mano derecha ha dejado atrás los tres corazones sangrientos cerca de La Rampa. Algo caliente y amoroso los sustituye. El sol sale bien rojo detrás del Morro. Es posible porque esto es un sueño. Esas cosas pasan en los sueños.

Central Park.

Despierto soñando que sigo soñando. Camino de la mano de Ella. Su mano se entromete en la mía metiendo sus dedos entre los míos con supuesta indiferencia. Me lleva por senderos cuidados por árboles grandes y de caliente sombra. A lo lejos se escucha la locura de Nueva York. Muy cerca pero lejos. Poco a poco voy renaciendo. Renazco en sus manos subiendo por sus brazos hasta descansar brevemente en sus hombros poblados de estrellas. Me mira. Me mira naranja primero para después volverse bien roja. Un perro nos acompaña. Un perro grande. Se llama Salomón y su cuerpo negro se motea con manchas grises y blancas. Le gusta presumir barba, bigotes y cejas igualmente blancas. Es un presumido. Se siente orgulloso de ser una mezcla callejera, aleatoria pero perfecta. Sus ojos enormes nos miran.

Ella sabe que Salomón nos está guiando a pesar de que sea él quien lleva la correa amarrada de mi mano izquierda y de la derecha de Ella. Y Ella brilla con el sol. Ella es el sol. Caminamos cuesta abajo. Llegamos hasta la barda que nos separa del Atlántico. Un barco de vapor cruza las aguas dejando una estela espumosa. Salomón ladra. Amistosamente. Nos miramos y sonreímos. Porque tú eres Ella y yo soy Él. Te miras en mis ojos. Yo lo hago en los tuyos, tan bellos y prometedores. Bajo la mirada lentamente y me encuentro con una nariz diminuta, que se encoge frente a cualquier olor ajeno. Con una boca capaz de morder al mundo entero por pequeña que sea. Subo un poco y me topo con un cabello rojo que en su fuego lleva mi perdición y mis deseos de volar hasta quemarme. Bajo de nuevo. Me estoy adentrando por la selva de tu cuerpo de cintura, caderas y piernas perfectas cuando Salomón vuelve a ladrar. Me advierte que es invierno. Que hace frío. Entonces dejamos que Salomón corra un poco y avive sus músculos. Das un paso hacia mí. Un paso que nadie más que yo puede advertir. Me miras de abajo hacia arriba. Dulce. Sin temor. Te tomo y te atraigo de la cintura. Salomón ya corre detrás de una ardilla. Los ruidos de la ciudad han sido opacados por el de nuestras respiraciones. El barco de vapor se ha alejado. Sólo queda un mar, un bosque, tu cuerpo y el mío. Acaricio tu cara. Tú acaricias la mía. No hay nada más qué hacer.

-Nada más qué pensar-. Pienso y piensas.

Más que cómo acercarnos más. Dejarnos llevar por la corriente de nuestros seres. Juntamos las bocas, tímidos como somos. Salomón ladra, se acerca a nuestras piernas unidas. Lo ignoramos. Nuestras bocas unidas, bien unidas, ya se están platicando de lo que fue, lo que es y lo que será.

Diciembre del 2004.

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