jueves, 24 de diciembre de 2009

Bajo el sol.

Bajo el sol.

Quiero que imagines que hay palmeras. Que el sol está en su punto más alto. Que estamos en un lugar impreciso, tan impreciso, que no se sabe si estamos de vacaciones o simplemente caímos ahí. Que estamos frente a una mesa de madera y sobre ella, sólo hay un florero con dos margaritas, un cenicero y dos cervezas Pacífico. Que la etiqueta de la cerveza está tan mojada que si te fijas bien, se desliza cada segundo un milímetro hacia la base. Que hace calor, tanto calor, que tu perfume y mi loción se evaporan de nuestros cuerpos para unirse en un punto cercano al centro de nuestras cabezas. Que la mesa ante la que estamos sentados está en una terraza. Una terraza de losas rojizas mojadas por la brisa del mar. Imagina que escuchamos no sólo el mar, ni el viento ni a los pájaros sino también una canción proveniente de las bocinas postradas en la barra. Que detrás de ésta, vemos a un cantinero de pantalón negro y guayabera blanca con la mirada clavada en un punto entre el mar y el cielo que no es el horizonte sino su vida. Que se empeña en lavar un vaso que no es un vaso sino su vida. Que luce, el cantinero, tan amable como si fuera parte de nuestra familia o comprendiera a la perfección el motivo por el que estamos ahí. O mejor: como si no le importara que nosotros pensamos que es como de nuestra familia o que entiende a la perfección el motivo por el que estamos ahí.

Imagina que frente a nosotros está el mar. De un azul tan brillante que pareciera estar lleno de electricidad. Y que bien pegado a él está el cielo. De un amarillo tan brillante que pareciera estar vacío de electricidad. Imagina que el sol cae directo sobre nuestros hombros. Que mueves los dedos de tus pies entre las costuras de tus sandalias. Que si subes por tus piernas, no sientes más que un calor cómodo que quema sin pausas pero sin prisas. Que tus caderas sólo son cubiertas por una minifalda de mezclilla y tu torso por una blusa blanca de algodón de tirantes. Que vamos en la quinta cerveza. En esa cerveza que te arroja a un punto muerto entre la posible embriaguez y la confiable placidez. Que platicamos de cualquier cosa, del mesero, de la brillantez del mar y del cielo, de tus piernas o de mi barba ahora más roja, de una vez que fuimos a ese lugar donde

- el piso era de arena, ¿te acuerdas?

- Sí, y que yo te invité varios Jack Daniels porque querías sentirte muy hombre.

- Claro. Me tomé ocho o nueve vasos acompañados con hielo mientras tú bailabas música pésima.

- Y saliendo me llevaste a mi casa. Sin importarte que estábamos en el sur de la Ciudad donde tú vivías y que yo vivía hacia el norte.

- Recorrimos la Ciudad por Insurgentes sin dejar de platicar. A la mitad del camino yo me sentí demasiado borracho y tú te pusiste al volante.

- Me dejaste en casa de mis papás y antes de que me bajara, te besé como veinte minutos.

- Yo te besé a ti.

- No. Yo a ti.

- Está bien, pero no fue tanto tiempo.

- Qué necio.

- De regreso a mi casa me hablaste al celular y no colgamos hasta que estuve en mi cama.

- Mmm.

- Mmm.

Ahora imagina que dejamos la cerveza por tequila para ti y ron para mí. Que el sol de las doce ahora es el sol de las tres. Que nuestra piel comienza a verse más roja, pero que bajo el efecto de la cerveza, luce dorada. Que el cantinero y único mesero del lugar, nos cambia el cenicero, limpia la mesa y enciende tu cigarro. Que el humo que sale de tu boca se pierde plateado entre el azul del cielo. Que nos miramos sin tratar de entender qué hacemos ahí o hacia dónde vamos.

Ahora imagina que yo desaparezco. Que no me voy caminando de ahí, simplemente, me esfumo. Imagina que tus ojos, acostumbrados a no verme pues nunca estuve ahí, siguen perdidos en ese punto entre el mar y el cielo que no es el horizonte sino tu vida. Imagina que decides mejor no pedir un tequila porque sientes que te falta algo. Imagina que le das un último trago a tu cerveza y estiras las piernas.

Ahora imagina que tú tampoco estás ahí. Que no te vas caminando, simplemente, te esfumaste. Que la mesa de madera, el florero y el cenicero siguen frente al mar azul eléctrico y el cielo amarillo brillante. Que la única persona que aún ocupa ese espacio es el cantinero/mesero limpiando su vida con un trapo. Que las losas rojas siguen sudando y que las cervezas que nos tomamos, siguen guardadas en el refrigerador.

Hace mucho tiempo, mi padre me pidió que fuera pensando qué hacer con mi futuro. Una semana después, asistí, llevado por la suerte, a la exposición de un pintor portugués en el colegio de San Ildefonso. Llegué a una pintura que llamó mi atención. Era la imagen de una terraza ocupada por tres mesas de madera, cada una con un cenicero y un florero con dos margaritas. A la izquierda se distinguía, detrás de una barra larga, a un cantinero lavando un vaso, viendo a un punto incierto. La mesa central, la más pegada al mar azul eléctrico y al cielo amarillo brillante, descansaba tranquilamente sobre losas rojas húmedas de brisa. Y frente a esta mesa, sentados ante ella, dos manchas difuminadas de pintura, parecían platicar entre sí. Dos manchas que se confundían con el mar, el cielo, con las sillas y con las mesas. Dos manchas apenas sugeridas, de un color aún no nacido, de un color en proceso de serlo. El cuadro se llamaba “Futuro bajo el sol”. Y siempre pensé, aún lo sigo pensando, que esas dos manchas eran sólo fantasmas, esperando ser asaltadas por dos personas bien vivas.

Para Ella.

Agustín Vélez.

Ciudad de México.

Abril del dos mil seis.

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