El centro del centro.
I.
Aquellos ojos en los cuales cualquier hombre podría perderse por años sin encontrar la salida, miraron temerosos los míos de demonio tímido. Y entonces observé su belleza a través de un velo blanco de miedo. Detrás de las ciudades, detrás de las montañas, debajo de los mares: una belleza parcialmente escondida. Como la de un sol que se pone.
II.
Si tan sólo tuviera un avión para poder observarlos a todos desde el cielo, piensa la niña que camina por el centro de la Ciudad de México, bien orgullosa de su vestido rojo de tirantes. Se verían como un montón de hormigas atravesando las ranuras del piso gris de la escuela, continúa. No. No se verían como hormigas. Serían hormigas pequeñitas y blandas corriendo desesperadas bajo mis pies vengativos. Vengativos. ¿Dónde aprendí esa palabra? Tal vez en el catecismo. O de mi abuela. Dios es vengativo. Me gusta que Dios sea vengativo. Ha de tener unos pies muy grandes y llenos de callos, concluye.
Camina de mal humor. Los transeúntes pasan a su lado con prisa, con lentitud, con absoluta indiferencia. Y la niña del vestido rojo de tirantes frunce las cejas no porque nadie esté apreciando su vestido, sino porque su cara queda a la altura del culo de todos. De los oficinistas, de las maestras, de los dentistas, de los abogados, de las putas, de los vagabundos, de los vendedores de mochilas, de los ladrones de relojes; de cada uno de los personajes que habitan el centro de la Ciudad desde siempre. Tristes personajes de caras alargadas, como salidas de una película mala de suspenso donde nadie sabe quién mató a quién. Pero aquí todos saben quién mató a quién. Quién traicionó a quién. Quién amó a quién. En qué calle violaron a aquella. En qué cantina mataron al padre de aquel. Sobre cuál edificio trepidó esa pareja. Lo saben aunque no quieran saberlo. Aunque bajen la mirada cada vez que se topan entre ellos por alguna de las calles.
Pero a la niña del vestido rojo de tirantes todo eso le tiene sin cuidado. ¿Qué le importa a ella si ese señor gordo mató a alguien? ¿O si esa de allá se besuqueó con aquel? Por el momento no le importa nada. Una fuerza salida de lo más profundo de su estómago le dice que debe seguir caminando. Que debe seguir moviendo esos pies pequeños y blancos sin saber por qué. Atravesar algunas calles, doblar en algunas esquinas. Detenerse por instinto e imitación ante un muñeco rojo de luz salido de un semáforo verde. Entonces le entra un ataque de miedo. ¿Qué si alguien la está observando a ella desde lo más alto? ¿Qué si está a punto de dejar caer su enorme pie sobre su cuerpo blando? Se talla la barbilla para después intentar alaciar inútilmente con sus dos manos el cabello rizado. Comienza a preocuparse. Más por el dios vengativo que siente encima de su cabeza que por el hecho de encontrarse perdida. Sabe que en algún momento su papá dará con Ella y la alzará en sus brazos y la abrazará con todo su olor y su fuerza. En cambio, no quiere que ese dios vengativo la encuentre jamás. El muñeco de rojo cambia a verde. La niña cruza una calle ancha y eterna hasta llegar a una gran explanada. Sus ojos detienen sus pasos. Observa, embelesada, aterrorizada, una decrépita, hundida y hermosa casa de dios.
III.
El viento frío anunciaba que el año estaba a punto de morir pero el sol, necio como es de repente, se negaba a abandonarnos, esperando inocentemente que este año durara mil. Y la Ciudad de México aceptaba con gusto este gran clima, como un gato cínico que recibe comida a cambio de sólo unas breves muestras de amor. Digo Ciudad de México pensando en los edificios, en las calles, en las tiendas, en las cantinas, en los restaurantes, en las iglesias, en las avenidas y en los paseos. En su polvo y en sus habitantes. En esa totalidad aplastante, atemorizante, que, si uno se fijaba bien, se movía lentamente, de izquierda a derecha, al ritmo del viento, al compás del transcurso del día.
Ella y yo éramos testigos fantasmales del respirar citadino. Desde la enorme terraza de un hotel ubicado en una de las contra esquinas del zócalo, observábamos todo con la serenidad de dos semi dioses ajenos a cualquier situación terrenal. Eran pasadas las doce del día cuando llegamos y desde entonces el mesero no había dejado de poner frente a nuestra presencia sendas cervezas bien frías. Yo tocaba su mano ocasionalmente y Ella miraba mis ojos perdidos. Y así fue transcurriendo la tarde. En cervezas que se convirtieron en tequilas para Ella y en rones para mí. En palabras nunca interrumpidas ni por las manos del mesero, ni por las pláticas insulsas de los turistas de las mesas contiguas, ni por las palomas postradas a lo largo de los barandales; ni por nuestro temor a encontrarnos de pronto desnudos, el uno ante el otro, con las heridas del pasado bien abiertas, con los sueños del futuro en las manos extendidas.
- No nos iremos de aquí hasta ver caer la tarde-. Le dije.
- Pero el sol está detrás de nosotros. Nunca lo veremos-. Dijo dando un trago breve a su tequila.
- Eso es lo mejor. Lo veremos morir reflejado en una de las ventanas de la catedral-. Contesté, mientras mi barba se llenaba de diminutas gotas de ron barato haciendo cola para caer.
Ella sonrió dejando ver un diminuto hueco entre sus colmillos. Adorable, pensé. Así que me acerqué a su rostro, enredando mis manos en su cabello rizado, rojo y largo, poniendo mis labios sobre los suyos. Ella tardó un poco en abrirlos pero finalmente cedió. Y de ahí en adelante, entre recuerdos, sueños y fobias, nuestras bocas no se despegaron un instante, nuestras lenguas comenzaron a bailar como si conocieran sus pasos desde siempre. Moviéndose al ritmo de una canción eterna, incierta. Entonces reconocí su ser entero. Sus pies pequeños, sus piernas completas de lujuria, sus caderas maduras, su cintura breve, sus senos juveniles. El fuego de su cabello, el laberinto de sus ojos; ese rostro de virgen europea como salido de un cuadro pintado por todos los pintores del mundo a través de la historia, arquetípicamente formado por todos ellos con el paso de los siglos, con la inspiración acumulada de los sueños más profundos.
Desde el zócalo comenzó a filtrarse el terrible sonido de una marcha militar ridícula y caduca. Los turistas mexicanos y extranjeros se levantaron de sus sillas ansiosos, emocionados. Sus rostros aburridos se encienderon como un cerillo bajo el agua, esperando encontrar en un evento repetitivo para el zócalo, un evento nuevo, un jodido distractor, un rayo de esperanza que nunca llegaría a alumbrar el nombre inscrito en sus futuras tumbas. Próximo a morir, el sol se burlaba de ellos en sus caras, riéndose a dientes abiertos, guiñándonos el ojo a Ella y a mí, bien feliz y bien cansado a la vez por haber sido testigo de esta misma situación miles y miles de veces, desde que tenía memoria, desde que un dios vengativo lo había hecho nacer para dar luz y quemar a los habitantes de este círculo de masa defectuosa llamado mundo. Sobre nosotros moría. Plácidamente. Como una sábana harta de ser cobija.
-Justo ahí-. Le dije. Señalando con un dedo tembloroso una de las ventanas de la catedral.
Pegó su hombro al mío. Su mano se metió dentro de la mía. Nos dimos un beso largo. Tan largo hasta que se detuvo junto al fantasma del sol, que se elevaba hasta el infinito del cielo desde la punta más alta de la cruz más alta de la casa de dios más hundida que ojos humanos hayan visto.
IV.
La bandera ondea detrás de nosotros mientras te beso tímidamente. Sin saber bien por qué lo hago de esa manera. Reconozco el contorno de tus caderas cuando rozan las mías. Viajamos juntos hasta hacernos viejos en ese beso. El sol en su punto más alto. Nosotros tratando de alcanzarlo sin quemarnos.
V.
Antes de intentar quitarse la vida con un salto, se llamaba Mariana. Antes de intentar quitarse la vida con un salto, recorrió su pequeño departamento con la mirada. Quería pensar en algo profundo antes de morir. Algo como: “La destrucción es la vida. De la muerte se renace. Al nacer se muere. Al matar se nace. Para renacer hay que matar a alguien. A ti mismo. O al dios que tengas más cerca”. Pero no. Lo único que caminaba por su mente era su gato y la pregunta de que si le había dejado la suficiente comida como para sobrevivir por dos semanas. Y un hombre. Un hombre sin nombre ahora, que apenas dos días antes había salido por la puerta, azotándola como le gustaba hacerlo cuando quería cerrar un capítulo de su vida. Y las lágrimas que apenas esta mañana se habían secado dejando un rostro pálido, seco y salado, salieron expulsadas por los poros de sus piernas haciéndola caminar con pasos breves y eternos sobre el piso de madera. ¿Cómo era posible que en tan importante momento, no pudiera pensar nada relevante? ¿Relevante para quién? Se preguntó. ¿Para mí? ¿Para ese hombre? ¿Para esta puta ciudad? ¿Para el mundo? ¿Para mi padre, para mi madre? Aún no he escrito una nota para ellos. Aún no escrito una nota que aclare los motivos de mi decisión. Aún no he escrito nada. No lo haré. Prefiero que mi muerte se vulgarice en la portada de un periódico de notas amarillistas, antes de tener que aclarar algo que ni siquiera tengo bien claro. ¿No es por eso que hago esto? ¿No es por eso, precisamente, que busco la muerte dentro de un mar turbio y café como mi mente?
Corre, Mariana, toma el vuelo suficiente. Antes cierra la ventana para que el sonido de tu cabeza chocando contra el vidrio te de la nota final de esta ópera que aún nadie le ha puesto el último canto. Que las palomas vuelen por reflejo, que las bocinas de los autos griten asustadas como animales para seguir su camino enloquecido. Que antes de caer cinco pisos, abras bien los ojos. Que esos ojos verdes y tristes contemplen tu trayecto hacia lo negro, hacia la luz, hacia lo que tú quieras que sea. O da la media vuelta. O enfréntate a la puerta y a su fóbico picaporte. Y entonces sal. Baja por las escaleras. Recibe la luz de la tarde muriendo y camina por las calles del centro de la Ciudad de México. Hasta llegar a donde quieras llegar. Hasta llegar al centro del centro de las cosas.
VI.
Movimiento. Puro movimiento, pensaba la niña del vestido rojo de tirantes mientras observaba bailar a un grupo de mexicanos morenos una danza ancestral. Desde el pasillo de la catedral miraba a lo lejos aquella danza llena de magia. Pero entonces volteaba a su derecha. Y a su derecha observaba a un dios que no parecía para nada vengativo. Lucía muy dulce, muy triste, con los ojos demasiado caídos como para ser un dios. Esos pies tan blancos y débiles. Tan suaves. Tapado. Tapado como los mexicanos morenos que bailaban a lo lejos. Bien lejos de esta casa humedecida por el paso del tiempo. Se preguntaba qué habría debajo de esa tela blanca y enmohecida. ¿Encontraría lo mismo debajo de la tela de ese dios blanco que debajo de la tela de esos bailarines morenos? Los dos lucían tan muertos ante los ojos de la niña del vestido rojo de tirantes. Ante esos ojos vírgenes, expectantes como una flor cerrada. Los dos lucían tan muertos que ante esos ojos se apareció un velo negro. Caminó por el pasillo, dándole la espalda al altar. Las enormes puertas se iban haciendo más grandes a cada paso de sus pequeños pies. La niña cerró los ojos. Dejó que el velo se fuera haciendo más claro conforme se iba acercando a la calle. Poco a poco los abrió. Sus caireles rubios y rizados besaban sus hombros desnudos. El viento frío acompañado por el sol caliente la empujaban. Impulsaban su vida a punto de ser descubierta. Como una isla perdida en altamar. El sol le dijo que abriera los ojos. Lo hizo. Las pupilas se le ensancharon diciéndole que frente a ella, justo en medio de esos dos cuerpos que veía al lado de esa gigantesca bandera, la muerte daba a luz.
VII.
Ya con el sol muerto, el frío hizo de las suyas. Por las ventanas sin vidrio de la amplia terraza entraba de lleno el viento azul. Más tequilas, más ron. Más miradas, más besos. Contemplación mutua del horizonte tapado por el edificio de Palacio nacional. Ella cubriéndose el cuello con una bufanda. Ella pasando la bufanda al mío. Buen gesto. Me siento protegido. Demasiado así que se la regreso.
- Ya no la quiero. Ahora huele a ti-. Dice Ella más hermosa que nunca.
- No es cierto, huele a ti.
- Huele a ti y a mí.
- ¿Bien?
- Ni bien ni mal. Huele a ti y a mí.
Silencio. Sus ojos se ven en los míos. Los baja, asustada. Gira el rostro para enfrentarlo a la noche acostándose indiferente sobre la plancha del zócalo. Enciende un cigarro. Observo cómo su pequeña boca besa el filtro. El encendedor le ofrece una llama tibia, maternal. Se quema la punta. Se enciende el tabaco. El humo se alza hacia el techo. Ella chupa el cigarro, mis ojos no se despegan de su rostro hasta que ella misma, al expulsar una larga bocanada, se lleva mis ojos hasta más allá de los valles, viajando, volando, cruzando el país, planeando sobre el Golfo de México hasta llegar al malecón de La Habana.
- Tienes caderas de cubana-. Le digo con las manos.
- De ahí es mi sangre.
- Imposible.
- Posible. Es un hecho.
- Ahora entiendo.
- Lo que deberías de entender es que no está bien visto que acaricies mis caderas enfrente de tanta gente.
- Y lo que deberías de entender tú, es que no está bien visto que mujer tan hermosa salga a la calle.
- Mentiroso.
- Siempre. Sólo que ahora me sorprendiste en uno de los momentos más sinceros de mi vida.
- ¿Debería sentirme afortunada?
- No. Deberías de pararte inmediatamente y salir corriendo.
Más besos. Mi lengua perfora su boca y examina su aliento, su pasado, su presente, su futuro.
- ¿Y ese rostro? ¿Ese cabello rojo de dónde viene?
- De Irlanda.
- Fuego.
Ahora es su lengua la que me examina. Se entromete hasta lo más profundo de mi garganta, sin miedo a salir mordida. Calor. Mis manos aprietan su cintura. Suben a jalar su cabello. Me quemo. Enciendo un cigarro con sus llamas.
- ¿Sabes cada cuántos segundos se tarda en pasar un avión justo encima de ese edificio? – Le pregunto sabiendo de antemano que la respuesta es cuarenta.
- Dime.
- Cuarenta-.
No le puedo mentir. No a esos ojos. No a esas piernas. No a ese rostro. No a esa cintura. No a esas manos. No a ese cuello. No a ese cabello. No a esas caderas. No a Ella. A Ella nunca.
VIII.
Abrazados, débilmente. Dejando para los días que vinieran, los meses que vinieran, los años que vinieran, las décadas y los siglos que vinieran, las vidas que vinieran, esos abrazos fuertes y unidos que sentíamos, aterrorizados, tan lejos y tan cerca.
IX.
La que antes de intentar quitarse la vida se llamaba Mariana y la niña del vestido rojo de tirantes se encontraron unos metros antes del centro del centro. La niña salía con los ojos enceguecidos de la catedral y la que antes se llamaba Mariana había doblado apenas la esquina para darse cuenta que una niña estaba a punto de ser atropellada. Corrió. Corrió con una fuerza que no sentía desde que aquel hombre la había penetrado con una fuerza inusual para cualquier ser humano.
La alcanzó, la llevó hasta la plancha gris. Abrazándola y llevándola en sus brazos muertos. Que poco a poco renacían. Que poco a poco se iban cobrando de una vida naciendo de la no vida. ¿Hacia dónde voy? Se preguntó. Hacia la plancha gris. Le contestó la niña del vestido rojo de tirantes.
-¿Cómo te llamas?
- Aún no lo sé. ¿Tienes algún nombre en la cabeza?
- Pregúntale a ese señor.
Por la explanada caminaba uno de esos hombres que deja que la suerte hable a través del pico de un pájaro.
- Mañana va a llover-. Dijo el pájaro feliz de haber salido unos minutos de su jaula.
Incertidumbre en los ojos de las dos. La que antes se llamaba Mariana deja a la niña del vestido de los tirantes rojos sobre la gris explanada.
- ¿Cómo me llamo, entonces?- Pregunta la mujer.
- Ave.
- Pero las aves vuelan.
- Y tú estás nadando.
- ¿Cómo lo sabías?
- Pez.
- Me gusta.
- ¿Qué es eso que veo?
- Es puro amor. Puro amor visto desde allá arriba.
- ¿Amor?
- Sí. ¿Lo ves?
- …
X.
Pasé por ti en mi auto viejo antes del mediodía. Ibas vestida y peinada como sólo mi corazón te recuerda. Bajaste presurosa, convencida. “¿A dónde vamos?” Al centro del centro. “Qué miedo”. Contestaste.
Cuando llegamos te besé tímidamente. Reconociendo tus caderas al contacto de las mías. La bandera ondeaba temerosa a nuestras espaldas, a pesar de ser un representativo de la fuerza.
-Quería darte un beso en el centro del centro.
Sonreíste. Me dijiste todo. A dónde querías ir. Dónde querías morir.
Nos alejamos del centro del centro sin hacerlo. Ahí nos quedamos. Para siempre. Pero nuestros pies se movieron.
- ¿Quieres subir y verlo todo desde arriba?
Silencio. Tu cuerpo me dice todo:
- Sí.
Entramos al hotel. Entramos en un elevador derruído. Quiero besarte pero esos besos ya te los di en el futuro. Salimos. Nos conducen a una mesa alejada de la terraza. No. Queremos verlo todo. Desde el inicio hasta el fin.
- ¿Qué les sirvo de tomar?- Pregunta el mesero.
- Una vida juntos. Esta vida juntos. Uno de esos besos que…
XI.
…
Febrero del dos mil cinco.
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