sábado, 26 de diciembre de 2009

Enero del dos mil nueve.

Enero del dos mil nueve.

Hay algo en verte tirada al

Sol que me pone a pensar en cosas.


Tu estómago sube y baja

Al compás de tus oídos y tus pies apuntan

A un cielo de nubes vacío.


Viendo hacia adentro de ti

Es cuando presumes de una mirada profunda.


Deja atrás la vacilación

Cotidiana que tienen tus ojos

Como si te concentraras

En tomarle el ritmo a ese

Huracán violento que

Vuela en tu cielo

De entrañas.


Yo no sé qué es lo que

Vive tan dentro de ti y nunca

Lo sabré.


Porque una mujer nunca olvida y

Yo a veces me olvido de todo.


Porque viven tantas personas todas tan dentro de ti

Que no conozco y nunca conoceré.


Hay algo en el fondo de ti que no sé

Si es misterio o es agua.

Porque floto y me pierdo sabiendo y subiendo

Por la única salida que es tu boca

Y que tendré que esperar a que abra.


Mi instinto explorador me da

Señales de peligro.


Pero mi espíritu de hombre

Se arriesga aunque ya ha

Perdido varias veces.


Y es que hay algo en el verte

Tirada ante el sol que

Me pone a pensar en cosas.


Hay algo en el verte viva

Aunque muerta que me asusta

Y me pierde.


Hay algo en el ver tu

Estómago subir y bajar que

Me sabe a un mar controlado y bien salado

Por los cambiantes humores de la luna.


Y es que hay algo en mí que hay en ti,

Perdido en ese subir y bajar que me hace

Pensar que se han acomodado las cosas tanto como

Un gato olvidado en la cornisa.


Y si tal vez entro por tus dedos

De tus pies tendidos

Y subo en silencio por adentro de tus piernas.

Y nado y choco contra los lunares

De tu pecho hasta,

Al fin,

Llegar a tu cabeza.


Pero es que me asusta encontrar algo

Ahí.

Tan sólo una moneda que

No reconozca.


Y que viviendo en ese infierno,

Me de cuenta de que tu boca sigue cerrada como ahora,


Y nunca encuentre la salida.

Agustín Vélez.

Enero del dos mil nueve.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Bajo el sol.

Bajo el sol.

Quiero que imagines que hay palmeras. Que el sol está en su punto más alto. Que estamos en un lugar impreciso, tan impreciso, que no se sabe si estamos de vacaciones o simplemente caímos ahí. Que estamos frente a una mesa de madera y sobre ella, sólo hay un florero con dos margaritas, un cenicero y dos cervezas Pacífico. Que la etiqueta de la cerveza está tan mojada que si te fijas bien, se desliza cada segundo un milímetro hacia la base. Que hace calor, tanto calor, que tu perfume y mi loción se evaporan de nuestros cuerpos para unirse en un punto cercano al centro de nuestras cabezas. Que la mesa ante la que estamos sentados está en una terraza. Una terraza de losas rojizas mojadas por la brisa del mar. Imagina que escuchamos no sólo el mar, ni el viento ni a los pájaros sino también una canción proveniente de las bocinas postradas en la barra. Que detrás de ésta, vemos a un cantinero de pantalón negro y guayabera blanca con la mirada clavada en un punto entre el mar y el cielo que no es el horizonte sino su vida. Que se empeña en lavar un vaso que no es un vaso sino su vida. Que luce, el cantinero, tan amable como si fuera parte de nuestra familia o comprendiera a la perfección el motivo por el que estamos ahí. O mejor: como si no le importara que nosotros pensamos que es como de nuestra familia o que entiende a la perfección el motivo por el que estamos ahí.

Imagina que frente a nosotros está el mar. De un azul tan brillante que pareciera estar lleno de electricidad. Y que bien pegado a él está el cielo. De un amarillo tan brillante que pareciera estar vacío de electricidad. Imagina que el sol cae directo sobre nuestros hombros. Que mueves los dedos de tus pies entre las costuras de tus sandalias. Que si subes por tus piernas, no sientes más que un calor cómodo que quema sin pausas pero sin prisas. Que tus caderas sólo son cubiertas por una minifalda de mezclilla y tu torso por una blusa blanca de algodón de tirantes. Que vamos en la quinta cerveza. En esa cerveza que te arroja a un punto muerto entre la posible embriaguez y la confiable placidez. Que platicamos de cualquier cosa, del mesero, de la brillantez del mar y del cielo, de tus piernas o de mi barba ahora más roja, de una vez que fuimos a ese lugar donde

- el piso era de arena, ¿te acuerdas?

- Sí, y que yo te invité varios Jack Daniels porque querías sentirte muy hombre.

- Claro. Me tomé ocho o nueve vasos acompañados con hielo mientras tú bailabas música pésima.

- Y saliendo me llevaste a mi casa. Sin importarte que estábamos en el sur de la Ciudad donde tú vivías y que yo vivía hacia el norte.

- Recorrimos la Ciudad por Insurgentes sin dejar de platicar. A la mitad del camino yo me sentí demasiado borracho y tú te pusiste al volante.

- Me dejaste en casa de mis papás y antes de que me bajara, te besé como veinte minutos.

- Yo te besé a ti.

- No. Yo a ti.

- Está bien, pero no fue tanto tiempo.

- Qué necio.

- De regreso a mi casa me hablaste al celular y no colgamos hasta que estuve en mi cama.

- Mmm.

- Mmm.

Ahora imagina que dejamos la cerveza por tequila para ti y ron para mí. Que el sol de las doce ahora es el sol de las tres. Que nuestra piel comienza a verse más roja, pero que bajo el efecto de la cerveza, luce dorada. Que el cantinero y único mesero del lugar, nos cambia el cenicero, limpia la mesa y enciende tu cigarro. Que el humo que sale de tu boca se pierde plateado entre el azul del cielo. Que nos miramos sin tratar de entender qué hacemos ahí o hacia dónde vamos.

Ahora imagina que yo desaparezco. Que no me voy caminando de ahí, simplemente, me esfumo. Imagina que tus ojos, acostumbrados a no verme pues nunca estuve ahí, siguen perdidos en ese punto entre el mar y el cielo que no es el horizonte sino tu vida. Imagina que decides mejor no pedir un tequila porque sientes que te falta algo. Imagina que le das un último trago a tu cerveza y estiras las piernas.

Ahora imagina que tú tampoco estás ahí. Que no te vas caminando, simplemente, te esfumaste. Que la mesa de madera, el florero y el cenicero siguen frente al mar azul eléctrico y el cielo amarillo brillante. Que la única persona que aún ocupa ese espacio es el cantinero/mesero limpiando su vida con un trapo. Que las losas rojas siguen sudando y que las cervezas que nos tomamos, siguen guardadas en el refrigerador.

Hace mucho tiempo, mi padre me pidió que fuera pensando qué hacer con mi futuro. Una semana después, asistí, llevado por la suerte, a la exposición de un pintor portugués en el colegio de San Ildefonso. Llegué a una pintura que llamó mi atención. Era la imagen de una terraza ocupada por tres mesas de madera, cada una con un cenicero y un florero con dos margaritas. A la izquierda se distinguía, detrás de una barra larga, a un cantinero lavando un vaso, viendo a un punto incierto. La mesa central, la más pegada al mar azul eléctrico y al cielo amarillo brillante, descansaba tranquilamente sobre losas rojas húmedas de brisa. Y frente a esta mesa, sentados ante ella, dos manchas difuminadas de pintura, parecían platicar entre sí. Dos manchas que se confundían con el mar, el cielo, con las sillas y con las mesas. Dos manchas apenas sugeridas, de un color aún no nacido, de un color en proceso de serlo. El cuadro se llamaba “Futuro bajo el sol”. Y siempre pensé, aún lo sigo pensando, que esas dos manchas eran sólo fantasmas, esperando ser asaltadas por dos personas bien vivas.

Para Ella.

Agustín Vélez.

Ciudad de México.

Abril del dos mil seis.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

El centro del centro.

El centro del centro.

I.

Aquellos ojos en los cuales cualquier hombre podría perderse por años sin encontrar la salida, miraron temerosos los míos de demonio tímido. Y entonces observé su belleza a través de un velo blanco de miedo. Detrás de las ciudades, detrás de las montañas, debajo de los mares: una belleza parcialmente escondida. Como la de un sol que se pone.

II.

Si tan sólo tuviera un avión para poder observarlos a todos desde el cielo, piensa la niña que camina por el centro de la Ciudad de México, bien orgullosa de su vestido rojo de tirantes. Se verían como un montón de hormigas atravesando las ranuras del piso gris de la escuela, continúa. No. No se verían como hormigas. Serían hormigas pequeñitas y blandas corriendo desesperadas bajo mis pies vengativos. Vengativos. ¿Dónde aprendí esa palabra? Tal vez en el catecismo. O de mi abuela. Dios es vengativo. Me gusta que Dios sea vengativo. Ha de tener unos pies muy grandes y llenos de callos, concluye.

Camina de mal humor. Los transeúntes pasan a su lado con prisa, con lentitud, con absoluta indiferencia. Y la niña del vestido rojo de tirantes frunce las cejas no porque nadie esté apreciando su vestido, sino porque su cara queda a la altura del culo de todos. De los oficinistas, de las maestras, de los dentistas, de los abogados, de las putas, de los vagabundos, de los vendedores de mochilas, de los ladrones de relojes; de cada uno de los personajes que habitan el centro de la Ciudad desde siempre. Tristes personajes de caras alargadas, como salidas de una película mala de suspenso donde nadie sabe quién mató a quién. Pero aquí todos saben quién mató a quién. Quién traicionó a quién. Quién amó a quién. En qué calle violaron a aquella. En qué cantina mataron al padre de aquel. Sobre cuál edificio trepidó esa pareja. Lo saben aunque no quieran saberlo. Aunque bajen la mirada cada vez que se topan entre ellos por alguna de las calles.

Pero a la niña del vestido rojo de tirantes todo eso le tiene sin cuidado. ¿Qué le importa a ella si ese señor gordo mató a alguien? ¿O si esa de allá se besuqueó con aquel? Por el momento no le importa nada. Una fuerza salida de lo más profundo de su estómago le dice que debe seguir caminando. Que debe seguir moviendo esos pies pequeños y blancos sin saber por qué. Atravesar algunas calles, doblar en algunas esquinas. Detenerse por instinto e imitación ante un muñeco rojo de luz salido de un semáforo verde. Entonces le entra un ataque de miedo. ¿Qué si alguien la está observando a ella desde lo más alto? ¿Qué si está a punto de dejar caer su enorme pie sobre su cuerpo blando? Se talla la barbilla para después intentar alaciar inútilmente con sus dos manos el cabello rizado. Comienza a preocuparse. Más por el dios vengativo que siente encima de su cabeza que por el hecho de encontrarse perdida. Sabe que en algún momento su papá dará con Ella y la alzará en sus brazos y la abrazará con todo su olor y su fuerza. En cambio, no quiere que ese dios vengativo la encuentre jamás. El muñeco de rojo cambia a verde. La niña cruza una calle ancha y eterna hasta llegar a una gran explanada. Sus ojos detienen sus pasos. Observa, embelesada, aterrorizada, una decrépita, hundida y hermosa casa de dios.

III.

El viento frío anunciaba que el año estaba a punto de morir pero el sol, necio como es de repente, se negaba a abandonarnos, esperando inocentemente que este año durara mil. Y la Ciudad de México aceptaba con gusto este gran clima, como un gato cínico que recibe comida a cambio de sólo unas breves muestras de amor. Digo Ciudad de México pensando en los edificios, en las calles, en las tiendas, en las cantinas, en los restaurantes, en las iglesias, en las avenidas y en los paseos. En su polvo y en sus habitantes. En esa totalidad aplastante, atemorizante, que, si uno se fijaba bien, se movía lentamente, de izquierda a derecha, al ritmo del viento, al compás del transcurso del día.

Ella y yo éramos testigos fantasmales del respirar citadino. Desde la enorme terraza de un hotel ubicado en una de las contra esquinas del zócalo, observábamos todo con la serenidad de dos semi dioses ajenos a cualquier situación terrenal. Eran pasadas las doce del día cuando llegamos y desde entonces el mesero no había dejado de poner frente a nuestra presencia sendas cervezas bien frías. Yo tocaba su mano ocasionalmente y Ella miraba mis ojos perdidos. Y así fue transcurriendo la tarde. En cervezas que se convirtieron en tequilas para Ella y en rones para mí. En palabras nunca interrumpidas ni por las manos del mesero, ni por las pláticas insulsas de los turistas de las mesas contiguas, ni por las palomas postradas a lo largo de los barandales; ni por nuestro temor a encontrarnos de pronto desnudos, el uno ante el otro, con las heridas del pasado bien abiertas, con los sueños del futuro en las manos extendidas.

- No nos iremos de aquí hasta ver caer la tarde-. Le dije.

- Pero el sol está detrás de nosotros. Nunca lo veremos-. Dijo dando un trago breve a su tequila.

- Eso es lo mejor. Lo veremos morir reflejado en una de las ventanas de la catedral-. Contesté, mientras mi barba se llenaba de diminutas gotas de ron barato haciendo cola para caer.

Ella sonrió dejando ver un diminuto hueco entre sus colmillos. Adorable, pensé. Así que me acerqué a su rostro, enredando mis manos en su cabello rizado, rojo y largo, poniendo mis labios sobre los suyos. Ella tardó un poco en abrirlos pero finalmente cedió. Y de ahí en adelante, entre recuerdos, sueños y fobias, nuestras bocas no se despegaron un instante, nuestras lenguas comenzaron a bailar como si conocieran sus pasos desde siempre. Moviéndose al ritmo de una canción eterna, incierta. Entonces reconocí su ser entero. Sus pies pequeños, sus piernas completas de lujuria, sus caderas maduras, su cintura breve, sus senos juveniles. El fuego de su cabello, el laberinto de sus ojos; ese rostro de virgen europea como salido de un cuadro pintado por todos los pintores del mundo a través de la historia, arquetípicamente formado por todos ellos con el paso de los siglos, con la inspiración acumulada de los sueños más profundos.

Desde el zócalo comenzó a filtrarse el terrible sonido de una marcha militar ridícula y caduca. Los turistas mexicanos y extranjeros se levantaron de sus sillas ansiosos, emocionados. Sus rostros aburridos se encienderon como un cerillo bajo el agua, esperando encontrar en un evento repetitivo para el zócalo, un evento nuevo, un jodido distractor, un rayo de esperanza que nunca llegaría a alumbrar el nombre inscrito en sus futuras tumbas. Próximo a morir, el sol se burlaba de ellos en sus caras, riéndose a dientes abiertos, guiñándonos el ojo a Ella y a mí, bien feliz y bien cansado a la vez por haber sido testigo de esta misma situación miles y miles de veces, desde que tenía memoria, desde que un dios vengativo lo había hecho nacer para dar luz y quemar a los habitantes de este círculo de masa defectuosa llamado mundo. Sobre nosotros moría. Plácidamente. Como una sábana harta de ser cobija.

-Justo ahí-. Le dije. Señalando con un dedo tembloroso una de las ventanas de la catedral.

Pegó su hombro al mío. Su mano se metió dentro de la mía. Nos dimos un beso largo. Tan largo hasta que se detuvo junto al fantasma del sol, que se elevaba hasta el infinito del cielo desde la punta más alta de la cruz más alta de la casa de dios más hundida que ojos humanos hayan visto.

IV.

La bandera ondea detrás de nosotros mientras te beso tímidamente. Sin saber bien por qué lo hago de esa manera. Reconozco el contorno de tus caderas cuando rozan las mías. Viajamos juntos hasta hacernos viejos en ese beso. El sol en su punto más alto. Nosotros tratando de alcanzarlo sin quemarnos.

V.

Antes de intentar quitarse la vida con un salto, se llamaba Mariana. Antes de intentar quitarse la vida con un salto, recorrió su pequeño departamento con la mirada. Quería pensar en algo profundo antes de morir. Algo como: “La destrucción es la vida. De la muerte se renace. Al nacer se muere. Al matar se nace. Para renacer hay que matar a alguien. A ti mismo. O al dios que tengas más cerca”. Pero no. Lo único que caminaba por su mente era su gato y la pregunta de que si le había dejado la suficiente comida como para sobrevivir por dos semanas. Y un hombre. Un hombre sin nombre ahora, que apenas dos días antes había salido por la puerta, azotándola como le gustaba hacerlo cuando quería cerrar un capítulo de su vida. Y las lágrimas que apenas esta mañana se habían secado dejando un rostro pálido, seco y salado, salieron expulsadas por los poros de sus piernas haciéndola caminar con pasos breves y eternos sobre el piso de madera. ¿Cómo era posible que en tan importante momento, no pudiera pensar nada relevante? ¿Relevante para quién? Se preguntó. ¿Para mí? ¿Para ese hombre? ¿Para esta puta ciudad? ¿Para el mundo? ¿Para mi padre, para mi madre? Aún no he escrito una nota para ellos. Aún no escrito una nota que aclare los motivos de mi decisión. Aún no he escrito nada. No lo haré. Prefiero que mi muerte se vulgarice en la portada de un periódico de notas amarillistas, antes de tener que aclarar algo que ni siquiera tengo bien claro. ¿No es por eso que hago esto? ¿No es por eso, precisamente, que busco la muerte dentro de un mar turbio y café como mi mente?

Corre, Mariana, toma el vuelo suficiente. Antes cierra la ventana para que el sonido de tu cabeza chocando contra el vidrio te de la nota final de esta ópera que aún nadie le ha puesto el último canto. Que las palomas vuelen por reflejo, que las bocinas de los autos griten asustadas como animales para seguir su camino enloquecido. Que antes de caer cinco pisos, abras bien los ojos. Que esos ojos verdes y tristes contemplen tu trayecto hacia lo negro, hacia la luz, hacia lo que tú quieras que sea. O da la media vuelta. O enfréntate a la puerta y a su fóbico picaporte. Y entonces sal. Baja por las escaleras. Recibe la luz de la tarde muriendo y camina por las calles del centro de la Ciudad de México. Hasta llegar a donde quieras llegar. Hasta llegar al centro del centro de las cosas.

VI.

Movimiento. Puro movimiento, pensaba la niña del vestido rojo de tirantes mientras observaba bailar a un grupo de mexicanos morenos una danza ancestral. Desde el pasillo de la catedral miraba a lo lejos aquella danza llena de magia. Pero entonces volteaba a su derecha. Y a su derecha observaba a un dios que no parecía para nada vengativo. Lucía muy dulce, muy triste, con los ojos demasiado caídos como para ser un dios. Esos pies tan blancos y débiles. Tan suaves. Tapado. Tapado como los mexicanos morenos que bailaban a lo lejos. Bien lejos de esta casa humedecida por el paso del tiempo. Se preguntaba qué habría debajo de esa tela blanca y enmohecida. ¿Encontraría lo mismo debajo de la tela de ese dios blanco que debajo de la tela de esos bailarines morenos? Los dos lucían tan muertos ante los ojos de la niña del vestido rojo de tirantes. Ante esos ojos vírgenes, expectantes como una flor cerrada. Los dos lucían tan muertos que ante esos ojos se apareció un velo negro. Caminó por el pasillo, dándole la espalda al altar. Las enormes puertas se iban haciendo más grandes a cada paso de sus pequeños pies. La niña cerró los ojos. Dejó que el velo se fuera haciendo más claro conforme se iba acercando a la calle. Poco a poco los abrió. Sus caireles rubios y rizados besaban sus hombros desnudos. El viento frío acompañado por el sol caliente la empujaban. Impulsaban su vida a punto de ser descubierta. Como una isla perdida en altamar. El sol le dijo que abriera los ojos. Lo hizo. Las pupilas se le ensancharon diciéndole que frente a ella, justo en medio de esos dos cuerpos que veía al lado de esa gigantesca bandera, la muerte daba a luz.

VII.

Ya con el sol muerto, el frío hizo de las suyas. Por las ventanas sin vidrio de la amplia terraza entraba de lleno el viento azul. Más tequilas, más ron. Más miradas, más besos. Contemplación mutua del horizonte tapado por el edificio de Palacio nacional. Ella cubriéndose el cuello con una bufanda. Ella pasando la bufanda al mío. Buen gesto. Me siento protegido. Demasiado así que se la regreso.

- Ya no la quiero. Ahora huele a ti-. Dice Ella más hermosa que nunca.

- No es cierto, huele a ti.

- Huele a ti y a mí.

- ¿Bien?

- Ni bien ni mal. Huele a ti y a mí.

Silencio. Sus ojos se ven en los míos. Los baja, asustada. Gira el rostro para enfrentarlo a la noche acostándose indiferente sobre la plancha del zócalo. Enciende un cigarro. Observo cómo su pequeña boca besa el filtro. El encendedor le ofrece una llama tibia, maternal. Se quema la punta. Se enciende el tabaco. El humo se alza hacia el techo. Ella chupa el cigarro, mis ojos no se despegan de su rostro hasta que ella misma, al expulsar una larga bocanada, se lleva mis ojos hasta más allá de los valles, viajando, volando, cruzando el país, planeando sobre el Golfo de México hasta llegar al malecón de La Habana.

- Tienes caderas de cubana-. Le digo con las manos.

- De ahí es mi sangre.

- Imposible.

- Posible. Es un hecho.

- Ahora entiendo.

- Lo que deberías de entender es que no está bien visto que acaricies mis caderas enfrente de tanta gente.

- Y lo que deberías de entender tú, es que no está bien visto que mujer tan hermosa salga a la calle.

- Mentiroso.

- Siempre. Sólo que ahora me sorprendiste en uno de los momentos más sinceros de mi vida.

- ¿Debería sentirme afortunada?

- No. Deberías de pararte inmediatamente y salir corriendo.

Más besos. Mi lengua perfora su boca y examina su aliento, su pasado, su presente, su futuro.

- ¿Y ese rostro? ¿Ese cabello rojo de dónde viene?

- De Irlanda.

- Fuego.

Ahora es su lengua la que me examina. Se entromete hasta lo más profundo de mi garganta, sin miedo a salir mordida. Calor. Mis manos aprietan su cintura. Suben a jalar su cabello. Me quemo. Enciendo un cigarro con sus llamas.

- ¿Sabes cada cuántos segundos se tarda en pasar un avión justo encima de ese edificio? – Le pregunto sabiendo de antemano que la respuesta es cuarenta.

- Dime.

- Cuarenta-.

No le puedo mentir. No a esos ojos. No a esas piernas. No a ese rostro. No a esa cintura. No a esas manos. No a ese cuello. No a ese cabello. No a esas caderas. No a Ella. A Ella nunca.

VIII.

Abrazados, débilmente. Dejando para los días que vinieran, los meses que vinieran, los años que vinieran, las décadas y los siglos que vinieran, las vidas que vinieran, esos abrazos fuertes y unidos que sentíamos, aterrorizados, tan lejos y tan cerca.

IX.

La que antes de intentar quitarse la vida se llamaba Mariana y la niña del vestido rojo de tirantes se encontraron unos metros antes del centro del centro. La niña salía con los ojos enceguecidos de la catedral y la que antes se llamaba Mariana había doblado apenas la esquina para darse cuenta que una niña estaba a punto de ser atropellada. Corrió. Corrió con una fuerza que no sentía desde que aquel hombre la había penetrado con una fuerza inusual para cualquier ser humano.

La alcanzó, la llevó hasta la plancha gris. Abrazándola y llevándola en sus brazos muertos. Que poco a poco renacían. Que poco a poco se iban cobrando de una vida naciendo de la no vida. ¿Hacia dónde voy? Se preguntó. Hacia la plancha gris. Le contestó la niña del vestido rojo de tirantes.

-¿Cómo te llamas?

- Aún no lo sé. ¿Tienes algún nombre en la cabeza?

- Pregúntale a ese señor.

Por la explanada caminaba uno de esos hombres que deja que la suerte hable a través del pico de un pájaro.

- Mañana va a llover-. Dijo el pájaro feliz de haber salido unos minutos de su jaula.

Incertidumbre en los ojos de las dos. La que antes se llamaba Mariana deja a la niña del vestido de los tirantes rojos sobre la gris explanada.

- ¿Cómo me llamo, entonces?- Pregunta la mujer.

- Ave.

- Pero las aves vuelan.

- Y tú estás nadando.

- ¿Cómo lo sabías?

- Pez.

- Me gusta.

- ¿Qué es eso que veo?

- Es puro amor. Puro amor visto desde allá arriba.

- ¿Amor?

- Sí. ¿Lo ves?

-

X.

Pasé por ti en mi auto viejo antes del mediodía. Ibas vestida y peinada como sólo mi corazón te recuerda. Bajaste presurosa, convencida. “¿A dónde vamos?” Al centro del centro. “Qué miedo”. Contestaste.

Cuando llegamos te besé tímidamente. Reconociendo tus caderas al contacto de las mías. La bandera ondeaba temerosa a nuestras espaldas, a pesar de ser un representativo de la fuerza.

-Quería darte un beso en el centro del centro.

Sonreíste. Me dijiste todo. A dónde querías ir. Dónde querías morir.

Nos alejamos del centro del centro sin hacerlo. Ahí nos quedamos. Para siempre. Pero nuestros pies se movieron.

- ¿Quieres subir y verlo todo desde arriba?

Silencio. Tu cuerpo me dice todo:

- Sí.

Entramos al hotel. Entramos en un elevador derruído. Quiero besarte pero esos besos ya te los di en el futuro. Salimos. Nos conducen a una mesa alejada de la terraza. No. Queremos verlo todo. Desde el inicio hasta el fin.

- ¿Qué les sirvo de tomar?- Pregunta el mesero.

- Una vida juntos. Esta vida juntos. Uno de esos besos que…

XI.

Febrero del dos mil cinco.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Sueño con Cuba en Nueva York.

Sueño con Cuba en Nueva York.

Camino por el malecón. Doy un paso tras otro aunque no pueda creer cómo es que lo hago. Llevo la misma ropa de ayer. Los mismos pantalones de mezclilla que, gracias al uso de un mes sin lavarlos y a la humedad de la isla, son como una segunda piel que me cubre de la cintura para abajo. La misma camisa azul, de algodón y arremangada con restos de ron, café y cenizas. El piso del malecón es agua y lo siento porque camino descalzo. No recuerdo ni recordaré jamás dónde extravié las botas café oscuro. Y la misma barba de hace más de un mes. Esa que empecé a cultivar tres semanas antes de llegar a La Habana, porque así se llama el lugar por donde camino y que no he recortado por lealtad a mi guerrillero querido. El mismo cabello de siempre, también ahora largo, extrañamente menos rizado que de costumbre.

Pero no camino por este malecón a las seis de la mañana con el mismo corazón, ni con las mismas manos, ni con los mismos ojos ni con la misma alma. Camino con un corazón, con manos, con ojos y con un alma que me encontré abandonados en la esquina de un sucio bar de Centro Habana. Nadie los quería ya. A mí me faltaban.

Y supongo que nadie los quería y los dejó ahí botados porque a nadie se le pueden olvidar miembros de tal tipo. Mucho menos un alma. Ni la peor de las borracheras, ni la más tentadora de las mujeres del mundo, pueden hacerte olvidar algo así. Tal vez ya no le servían. Tal vez, cuando uno se encuentra camino al infierno o al cielo que a fin de cuentas son la misma mierda, prefiere dejar tales órganos (incluyendo el alma), sobre el lugar donde más los utilizó. Y dejar que se amoraten y se pudran y se unan a las banquetas, a los bares, a su cantinero preferido, al urinario donde tantos pecados confesó, a las mesas, a las sillas, a sus putas, a las mujeres que haya amado, al primer libro que le cambió la vida, a la pared donde se secaron, saladas, las lágrimas que brotaron de un primerizo corazón roto; que se unan a las ventanas por donde se asoman las vecinas gordas, negras y chismosas, a los solares, a los edificios derrotados ante el poder de la sal y la lucha comunista; a John Lennon imaginando como siempre y para siempre sobre una banca del parque más perdido de la ciudad, a los vendedores del Granma y del Juventud Rebelde, a sus propias manos llenas de callos y venas y sueños enterrados bajo la epidermis morena. Que se unan, Guevara, por lo que más quieras, que se unan a toda la isla, hasta oriente y sus guajiros, hasta El Morro y sus cañonazos, que se unan al malecón de La Habana que en Santa Clara no hay; a sus olas frías explotando contra el muro, al viejo de Hemingway pescando dorados en altamar, a sus niños mirando al horizonte sobre la cámara de una llanta de tractor, a sus parejas haciendo el amor sobre las rocas de la manera más dulce y encantadora que ojos humanos hayan visto y habrán de presenciar jamás; que se unan al mar, que se unan a este cielo siempre encabronado que vio llegar triunfante hace ya mucho tiempo a un Fidel joven y con ojos de niño, asustado y feliz, escoltado por Camilo siempre misterioso tras ese sombrero de paja y de ti, Guevara, escoltado por ti cuando eras el Che y sonreías pareciéndote demasiado a Cantinflas pero con asma y muertes en tu espalda. Que se unan a ese Che que no yacía frío sobre una plancha gris de Bolivia sino al que bebía mate mientras disparaba con la pluma y escribía con el cañón. Que se unan y se unan a todo esto. Que se unan a esa Cuba. Y no a la de los turistas gringos de panzas rosadas ni a la de los italianos siempre excitados ni a la de los mexicanos pequeñitos siempre buscando dónde clavar su minúsculo pene al mejor precio. Que no se unan a la Cuba de las putas de once años que juegan a la pelota con testículos, ni a la de los negros y mulatos con sus cadenas y sus anillos empotrados en las escaleras exteriores de sus edificios imitando ridículamente a los negros de Harlem.

El sol comienza a salir por detrás del Morro. En un par de horas comenzarán los cañonazos. Los turistas bajarán de sus camiones equipados con aire acondicionado provenientes del José Martí, con las cámaras rebotando en sus panzas enormes y sus sonrisas idiotas. “Curious place, honey. Look! There´s a hooker!” Me mata. Me matan y antes de que lo hagan prefiero seguir caminando con estos pies descalzos, estos jeans, esta camisa siempre azul, esta barba caliente y estos órganos y esta alma encontrados en esa esquina. Con las gotas frías besando mi rostro. Y triste. Enteramente triste. Por los tres corazones sanguinolentos en la mano derecha. El mío, el de la Negra y el de Raquel.

La historia de Raquel.

Raquel nació en la Ciudad de México, en el dos mil uno. Fue procreada en abril del mismo año cuando yo penetraba por detrás a la Negra cuyo verdadero nombre quiero olvidar para siempre. No pude evitarlo: Esa posición sexual me obsesiona. Me convierte en un ciego loco de lujuria. Así que dejé ir dentro de su cuerpo a Raquel. Sentí cómo el placer iba saliendo de mi miembro para abandonarme por un tiempo indeterminado, cómo se convertía en una masa uniforme y viscosa que viajaba a través de su útero y llegaba hasta el óvulo, volviéndose un ser solitario, un ángel con alas de púas, un ángel que no cobraba la fisonomía de esos que vigilan las iglesias, sino que se adaptaba perfecto al rostro de mi Raquel.

Y nació un mes después.

Las pinzas plateadas de un dios rencoroso y ambicioso le dieron su primera y única luz. El dolor de su madre no se comparó con el mío al buscarla dentro de un bote de basura. Ni la sangre saliendo a brotes de su vagina negra se comparaban con la sangre que se pegaba a las mangas de mi camisa en busca de un ojo, de una nariz, de una facción dentro de la basura.

Era un día caluroso en la Ciudad de México. La muerte de abril hacía nacer a un mayo confundido. Los humos pútridos de la contaminación se mezclaban con las nubes blancas y vírgenes que cerraban el cielo poco a poco. Lloraba. Lloraba recargado contra la pared, junto al bote de basura, vencido ante la búsqueda inútil de mi Raquel envuelta en Ramiros nunca nacidos, en Juanes nunca nacidos, en Marías y en Pablos, en Alejandras y Alejandros, en ángeles sin nombre destinados al purgatorio; llorando, llorando hasta que el llanto se convirtió en risa, en una risa enloquecida que me llevó a cruzar los pasillos del hospital, ante la mirada extrañada de las enfermeras y de los próximos asesinos, que me llevó hasta las narices enrojecidas por el brandy del doctor hijo de puta, que me llevó a sacarle los ojos con mi mano derecha, que me llevó a huir de ahí, con la Negra manchando de sangre los asientos traseros de mi auto, acelerando, acelerando y descartando la opción de frenar, velocidad de muerte, velocidad que me dejó inútil de conducir de ese modo para siempre; y llegar, llegar hasta su descuidado departamento y dejarla ahí, dejar sobre su intento de cama y su remedo de almohada a esa Negra que me robó la vida, que me arrancó como se muerde la flor de una rosa el sentido de este camino y que me devolvió a la oscuridad, a la noche, a la puta y enferma noche.

Ahí acaba la historia de Raquel. Porque no puedo contar nada más. Por ahora.

De regreso al malecón.

Paso tras paso. La humedad de las olas es la bofetada de una mujer que me quiere volver a ver al día siguiente. En la bolsa trasera de esos usados pantalones de mezclilla se esconde una compañera: llamada igual que la ciudad pero con V. El primer trago entra difícil. ¿Cómo poder cargar con esto sin su ayuda? Camino y bebo y sin darme cuenta ya estoy cerca de la Plaza de Armas. Cerca de los camiones con aire acondicionado. Cerca de la muerte. Más ron. Más tragos a mi compañera. Se me acaba. Se me acaba La Habana. Mi Habana querida se envuelve de mi tristeza. Paradójicamente una sonrisa cubre mi rostro de oreja a oreja. Feliz. Feliz me siento. Con hambre de un perrito caliente con papas fritas y una Bucanero bien helada. Mi mano derecha ha dejado atrás los tres corazones sangrientos cerca de La Rampa. Algo caliente y amoroso los sustituye. El sol sale bien rojo detrás del Morro. Es posible porque esto es un sueño. Esas cosas pasan en los sueños.

Central Park.

Despierto soñando que sigo soñando. Camino de la mano de Ella. Su mano se entromete en la mía metiendo sus dedos entre los míos con supuesta indiferencia. Me lleva por senderos cuidados por árboles grandes y de caliente sombra. A lo lejos se escucha la locura de Nueva York. Muy cerca pero lejos. Poco a poco voy renaciendo. Renazco en sus manos subiendo por sus brazos hasta descansar brevemente en sus hombros poblados de estrellas. Me mira. Me mira naranja primero para después volverse bien roja. Un perro nos acompaña. Un perro grande. Se llama Salomón y su cuerpo negro se motea con manchas grises y blancas. Le gusta presumir barba, bigotes y cejas igualmente blancas. Es un presumido. Se siente orgulloso de ser una mezcla callejera, aleatoria pero perfecta. Sus ojos enormes nos miran.

Ella sabe que Salomón nos está guiando a pesar de que sea él quien lleva la correa amarrada de mi mano izquierda y de la derecha de Ella. Y Ella brilla con el sol. Ella es el sol. Caminamos cuesta abajo. Llegamos hasta la barda que nos separa del Atlántico. Un barco de vapor cruza las aguas dejando una estela espumosa. Salomón ladra. Amistosamente. Nos miramos y sonreímos. Porque tú eres Ella y yo soy Él. Te miras en mis ojos. Yo lo hago en los tuyos, tan bellos y prometedores. Bajo la mirada lentamente y me encuentro con una nariz diminuta, que se encoge frente a cualquier olor ajeno. Con una boca capaz de morder al mundo entero por pequeña que sea. Subo un poco y me topo con un cabello rojo que en su fuego lleva mi perdición y mis deseos de volar hasta quemarme. Bajo de nuevo. Me estoy adentrando por la selva de tu cuerpo de cintura, caderas y piernas perfectas cuando Salomón vuelve a ladrar. Me advierte que es invierno. Que hace frío. Entonces dejamos que Salomón corra un poco y avive sus músculos. Das un paso hacia mí. Un paso que nadie más que yo puede advertir. Me miras de abajo hacia arriba. Dulce. Sin temor. Te tomo y te atraigo de la cintura. Salomón ya corre detrás de una ardilla. Los ruidos de la ciudad han sido opacados por el de nuestras respiraciones. El barco de vapor se ha alejado. Sólo queda un mar, un bosque, tu cuerpo y el mío. Acaricio tu cara. Tú acaricias la mía. No hay nada más qué hacer.

-Nada más qué pensar-. Pienso y piensas.

Más que cómo acercarnos más. Dejarnos llevar por la corriente de nuestros seres. Juntamos las bocas, tímidos como somos. Salomón ladra, se acerca a nuestras piernas unidas. Lo ignoramos. Nuestras bocas unidas, bien unidas, ya se están platicando de lo que fue, lo que es y lo que será.

Diciembre del 2004.