Para Marco Colín.
Cosa rara la muerte.
Era agosto aunque bien podría haber sido cualquier mes del año. Daba igual. A todos les daba lo mismo. El viento siempre frío entraba por las ventanas de cada una de las casas y edificios. En los hogares, en las oficinas, en los restaurantes; en cada uno de los cuerpos semi vivos que habitaban la Ciudad de México. Y llovía. Llovía cuando lo único que se esperaba era un sol radiante, un viento cálido, una playa y un mar; unas gaviotas cantando.
A la par de la lluvia caía la noche. Los oficinistas subían a sus automóviles, impulsados por fuerzas que ni ellos mismos sabían de dónde salían, bien concientes de que sus sueños se encontraban atrapados en la cajuela del auto y no saldrían por un buen tiempo. Tal vez nunca. Tal vez se quedarían junto con las raquetas de tenis, la bola de boliche y los zapatos para correr. Ya inmersos en un mar de autos, hablaban con sus mujeres por el teléfono celular que devoraba sus quincenas:
-Ya voy para allá-. Decían todos.
Ellas no contestaban, sólo lanzaban ruidos guturales por la bocina que podrían significar: “Ya no te espero, llevo años sin esperarte con ansias de verte, la cena la preparé mecánicamente, tus gustos me aburren, tu cuerpo me asquea, sobre todo esos ojos que ya no me cuentan nada, mi vida me harta, el sexo no es bueno y acabo de descubrir que nunca lo fue, me importan poco tus presiones, yo sólo quiero que me dejes tranquila, que me dejes vivir como yo quiera, que críes como te de la gana a tus hijos, que me dejes, que me dejes en paz”.
Y allá van ellos. Sabiendo lo que quisieron decir sus mujeres porque las conocen demasiado, porque conocen el significado de cada uno de sus ruidos, de cada uno de sus lamentos, de cada una de sus estúpidas caricias condescendientes que no dicen nada, que sólo recorren la nuca hasta llegar al cabello, como si estuvieran haciendo su recorrido diario en sus autos pagados en mensualidades hasta el supermercado. Pero ya no les importa.
Con ellos vas tú. Y la lluvia que cae sobre el techo del automóvil. Que nunca se cansa. Acelera y frena. Ahora acelera de nuevo. Ahora frena. Frena una vez más. Noticias y más noticias en la radio. Un político se suicidó aunque existe la sospecha de que fue asesinato, una pareja de actores se casó, el equipo de futbol promete ganar el domingo, compre un auto, compre una casa, compre el más seguro de los seguros de vida. Seguro de vida. ¿Qué vida hay que asegurar? ¿Ésta? Aseguremos entonces el tedio y los días que parecen nunca acabar, aseguremos entonces las noches en vela pensando en nada, esas noches mirando la espalda vulgarmente desnuda de tu esposa preguntándote qué salió mal, en qué momento fue que se jodió todo, en qué momento se dejaron de amar si es que alguna vez lo hicieron; noches pensando en nada, ni siquiera en una playa porque resulta muy caro viajar, porque hay que ahorrar para la escuela de los niños, esos demonios que a veces, cuando duermen, parecen ser la ilusión de algo mejor. Pero entonces despiertan y no son más que una copia de ti mismo pero en pequeño, un hijo de puta en potencia, un ser insaciable que siempre va a pedir más, que nunca estará contento con nada, un cabrón que tal vez, si la suerte lo acompaña, se convierta en un loco o en un vagabundo. Pero la suerte no ha estado con esta ciudad desde que la fundaron, así que lo más seguro es que sea idéntico a ti y se case y tenga hijos y entonces este animal siga alimentándose para después cagarse tranquilamente a sí mismo sobre las cabezas de todos. ¿Asegurar nuestra vida? Esa ya está bien segura. Lo que deberían vender es seguros de muerte. Asegurarnos una muerte alocada e increíble. “¿Cuál es su última fantasía, Señor? ¿Morir de sobredosis enredado entre las piernas de una miserable puta húngara? Nosotros se la traemos y también le proporcionamos la marihuana tailandesa, los somníferos americanos y el alcohol caribeño que lo llevarán a morir justo en el momento de su quinta eyaculación”.
Apagar la radio, encenderla de nuevo, es insoportable estar solo y más con esos diablos de pensamientos, encender un cigarro, apagarlo al instante pues ya no los hacen como antes y saben a químicos mezclados con hojas podridas; llegar al departamento, abrir la puerta, cenar indiferencia, besos en la frente a los niños dormidos, más noticias en la televisión, el equipo ya no promete ganar el domingo, se malinterpretaron sus declaraciones, darán su mejor esfuerzo y un empate los dejará satisfechos, no, no fue asesinato, murió de causas naturales que es lo mismo que suicidarse, los actores ya planean un millonario divorcio, ese auto ya pasó de moda, mejor compre este, es más rápido, no viva en la ciudad, es muy insegura ¿no lo sabía?, mejor viva en sus alrededores, compre el más seguro de los seguros de vida, otra vez, otra vez la pesadilla, y ahí viene la espalda desnuda de tu esposa, su boca huele a pene y su cabello a semen fresco, ¿lo habrá hecho mientras tus hijos dormían?, ¿será capaz, la muy puta? Sufres una erección tibia y floja, abandonas la idea de penetrar a tu mujer pues ya te acostumbraste a no hacerlo, de cualquier modo ella ya ronca, ahora ahí viene el maldito insomnio aunque se irá pronto, estás tan cansado que dormirás en unos minutos, el insomnio sería un lujo, algo que los demás imbéciles no tienen, y ahí estás dormido, ridículamente dormido, ni siquiera sueñas, abres los ojos y ya estás en el tráfico, compre una casa, compre un auto, suena tu teléfono celular, es la puta de mi mujer, piensas, pero no, es tu amigo, tu único amigo.
- Esta madrugada murió mi padre, a las cinco treinta y dos de la mañana.
No dices “lo siento”, no sabes qué demonios decir, sólo piensas en lo grandioso que sería morir a esa hora, cinco treinta y dos de la mañana, justo cuando todos los imbéciles duermen, incluso las putas y los borrachos, y te repites la hora y le prometes a los seres que manejan a tu lado levantarte a esa hora todos los días que te queden, esperando a la muerte, aguardándola con un cigarro y una copa repleta del vino más rojo de todos en las manos, pensando en su rostro, deseando con todas tus fuerzas que sus facciones se acerquen lo más posible a las de esa niña de la que te enamoraste en la escuela primaria que se llamaba Ana Paula, esa niña a la que le dejabas notas diciendo “te quiero” sobre su pupitre justo después de que sonaba el timbre que indicaba la salida y que por supuesto, ella nunca leería. Pero no te importaba porque te gustaba quererla así, sin que nadie supiera, para que ninguno de los otros imbéciles dijera cualquier cosa, porque ese amor era tuyo y de nadie más, no pertenecía ni a tus padres ni a tus maestros ni a Ana Paula, no estaba en tus libros de texto ni en las telenovelas que veía tu madre con fruición cada tarde después de lavar los trastes con la mirada perdida más allá del mosaico; no estaba en ninguna parte, ese amor estaba en ti, en tu corazón latiendo como nunca lo volvería hacer jamás y ahí lo guardabas, junto con el único beso que viste a tu padre darle a tu madre, junto con el gol que hizo campeón a tu equipo por última vez en su historia y nada más; que la muerte tuviera los ojos de Ana Paula, que oliera a Ana Paula, que se moviera como ella y hablara como ella y que te llevara y entonces pudieras confesarle que siempre estuviste enamorado de todo lo que era ella, de su falda mal cortada, de su cola de caballo, y entonces volaran por encima de esta ciudad podrida y tú pudieras reirte de los otros imbéciles mientras te fundieras con las nubes, sintiendo esa sustancia ni líquida ni gaseosa, sólo blanca, bien blanca, envolviendo tu cuerpo para luego cerrar los ojos y volver a escuchar el sonido nítido del timbre de salida de tu escuela primaria dando pie al momento de escribir otra nota de amor que Ana Paula nunca leería.
-Cosa rara la muerte-. Dijo tu amigo al otro lado de la línea, un poco extrañado por tu silencio.
-La cosa más rara y más bella de todas-. Agregaste. Justo en el momento en que viste a ese perro tratando de cruzar el periférico y hundiste el pie en el acelerador.
Septiembre del 2004.
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