lunes, 26 de octubre de 2009

Notas de Barcelona, tercera entrega.

Cold beer, agua, coca light.


Barcelona es una de esas ciudades que viven por sí solas. Que están vivas sea quien sea que vive sobre ellas. En Barcelona podrían vivir catalanes como ahora, o vascos, o españoles, o mexicanos, o turcos o una nueva raza llamada okupos. A Barcelona le da igual. Es de esas ciudades que se mueven solas y que deciden por sí mismas.

Un mesero quiere cruzar la calle hacia su mesa en Las Ramblas. Ha estado molestando todo el día a los comensales con sus pláticas incoherentes. Quiere que Catalunya sea libre pero no sabe por qué. Simplemente quiere ser libre. Si lo fuera, entonces estaría molestando a los comensales con su deseo de que Catalunya fuera parte de España. En fin. Quiere cruzar la calle y el viento cabrón le tira la charola. Barcelona no lo quiere acá.

Una cantinera mexicana que trabaja en el Copetín, un antro de salsa bastante malo en el barrio del Borne, lleva por nombre Danae. Y cuando le preguntas por qué diablos se llama así, dice que su nombre se lo puso el viento. Chingada madre. No es cierto. Su nombre se lo puso el jipi de su padre porque en los setenta el ácido llevaba a los hombres a los libros de mitología griega porque era cool. En fin. Danae comienza a vomitar en una alcantarilla del barrio del Borne, mientras lo hace, la cara se le descompone hasta que luce como el mismísimo diablo. Un diablo muy triste. Cuando termina, entra en un bar clandestino del barrio gótico. Saluda de beso en la boca al Paki de la entrada. Se conduce hasta la barra. Un dardo salido de la mano de una alemana le pica el cuello. Danae piensa que va a morir mientras yace en el piso meado. Barcelona le dice que acá no va a ser.

Un Paki termina su jornada laboral a las ocho de la noche. Desde las nueve de la mañana vende cerveza fría, coca light, agua y  barras de hash a discreción en la playa de la Barceloneta. No entiende ninguno de los dos idiomas, apenas habla inglés y se refieren a él como “paki” cuando en realidad es de Túnez. Sabe contar sólo del uno al cincuenta y de cinco en cinco. Siempre está a la caza de clientes, sólo que para los que van a la playa, él es la bestia. Cuando el paki termina su jornada laboral a las ocho de la noche, se reúne con los otros inmigrantes a contar el dinero. Se sientan en una banca frente al mar; no tienen más de diez minutos porque pronto llegará la policía catalana y saldrán corriendo. El Paki se despide de sus amigos, camina lento. El viento que viene del mar le refresca la cara, lo baña. Apenas comerá un pedazo de pizza o de pan esta noche. Pero lo hará viendo al mar, viendo directamente a ese punto de dónde viene el viento. El viento de su Barcelona.

 

Hotel Oriente, Barcelona.

 

sábado, 10 de octubre de 2009

Para mis amigos.


Empecé a escribir cuando quise hacerlo. Nadie me lo pidió. Empecé a escribir porque sentí la necesidad de decirle algo a alguien. Por mi complejo de Dios o de gustarle a todos. Ahora y después cuando me siento envejeciendo, cuando siento esta bajada eterna que comenzó hace treinta años, me gustaría decirte a ti que te dedico eso que siempre me pediste. No soy el escritor que pensaste. Pero sigo intentándolo. 

Para mis amigos va:

Y allá van las Ramblas. (Notas de Barcelona, segunda entrega).

Para Juan Fernández.

 

Son las seis de la mañana en Barcelona. De la madrugada para mí. No he dormido y no pienso hacerlo hasta al menos en una hora. Entré al cuarto de hotel cargando con un día de alcohol y cigarro. Con dos semanas de viaje en mis pantalones de mezclilla. Con tres aviones, con cien canciones en los audífonos, una pastilla para dormir, un sentimiento prolongado de nostalgia que trazó una línea por el atlántico desde México hasta España con escala en Francia. Dejo la cartera sobre el escritorio, llave, monedas; me quito los tenis y los calcetines. Enciendo la computadora, pongo música. Abro una de las cuatro cervezas compradas al paqui hace diez minutos. Aún están frías pero no por mucho tiempo. Abro una, enciendo un cigarro, salgo al balcón.

 

El viento de las seis de la madrugada no es ni frío ni caliente. Es simplemente viento. En su más pura expresión. Como si el mundo estuviera amaneciendo y dando el mensaje de que sigue siendo el mismo de siempre. Allá quien quiera entenderlo. Me gusta la actitud del mundo. Su despreocupación por todo. A mi mundo le importa muy poca cosa todo. Amanece como se le da la gana: lluvioso, gris, soleado, caluroso, verde, azul, naranja. Le llueve encima a quien se le de la gana, llámese Bush, Picasso, Hitler, Lennon, Maradona, Charlie Chaplin. Se come a quien quiera, bendice a los peores, maldice a los más buenos. Qué tipo.

 

Pero cae bien, ¿no es cierto? Es de esos tipos auténticos que les da igual si le caes bien o no. No hace chistes voluntarios pero siempre te hace reír.
Es uno de esos sabios silenciosos que siempre responden a su manera cuando les preguntas algo. Y se tarda el tiempo que se la da la gana en responderte, pero siempre te contesta. Le da igual si le tiras basura encima, si le escupes, si le tratas mal. Como también le chupa un huevo si lo procuras, si le hablas bien, si lo quieres. ¿Qué más le da si lo odian o lo quieren? Le escupe a un talador de árboles como le escupe a un activista de Green Peace. La manera en que siente el mundo es muy distinta a la que nosotros sentimos. Mucho más madura. No por algo nos lleva millones de años, ¿cierto? La persona más parecida al mundo que nunca he conocido es Bob Dylan. Y no me molestaré en explicarte por qué. Escucha sus discos.

 

El mundo tiene una voz única. Siente a su propia manera y creo que nunca tratará de explicarnos por qué. Esto es porque no sólo expresa sus sentimientos a través de sus playas, del mar, de su tierra y sus árboles, de su viento y su sol y su luna y sus montañas y su arena, y sus nubes y su fondo del mar y su lluvia. Se expresa a través de sus animales y de sus seres humanos. Somos su vehículo, no su juguete. Cuando un perro aúlla a la mitad de la madrugada, no es él quien llora o grita porque tiene hambre o está triste. Es el mundo quien quiere despertar a la mitad de la madrugada a alguna persona y provocarle algo: insomnio, pasión repentina, tristeza inesperada.

 

Es el mundo el que se expresa a través de nosotros. ¿Si no por qué siento tanto? ¿Es por como soy yo o por como es el mundo? ¿Por qué me llueve por los ojos? ¿Por qué sonrío brillando como el sol? ¿Por qué me carcajeo como el trueno? ¿Por qué me desvanezco como el mar? ¿Por qué camino como su rival el tiempo? ¿Por qué fumo con la paciencia de un volcán? ¿Por qué me parezco tanto a la arena?

 

Y no soy sólo yo. Veo a las personas caminar, beber, comer, coger, amar, traicionar, mentir, suicidar, renacer y lo único que veo en ellas es al mundo. Sus deseos, sus traumas, sus confusiones, sus borracheras.

 

El mundo es un hijo de puta muy sensible pero hijo de puta al fin y al cabo. Sincero como nadie que conozca. El mundo, el que yo siento,  es una mezcla de las cosas buenas y malas que tienen o tenían Bob Dylan, John Lennon, Cortázar, Janis Joplin, Neil Armstrong, Noel Gallagher, Jesucristo, Hemingway, Woody Allen, Sofía Loren, las manos de mi padre, los dedos de Eric Clapton, la pluma de Jim Morrison, la garganta de mi amigo León, los ojos de la mujer que amo, la barba de George Clooney, el cerebro retorcido de mi mejor amigo Pepe, la colita de caballo de mi madre, las caderas de Shakira,   una cerveza bien fría, una cajetilla recién abierta de Camel, un encendedor que siempre sirve, las cosquillas en el estómago, la Plaza de Armas de La Habana a las siete de la tarde, la mancha descuidada de café sobre un libro, la inocencia maligna de mi amigo Marco, mi sensibilidad ansiosa, los gritos de mis ex novias, Gaudí, los primeros cuadros de una película porno, la sana locura de Bolaño, un ron Havana tres años en las rocas, All you need is love, el perfume general que crean las mujeres en La Condesa un viernes a las nueve de la noche, un tatuaje bien hecho, la risa de una niña de cinco años, mi vida en un balcón. Mi vida en un balcón.

 

El mundo se sienta frente a mí pidiéndome con los ojos una de las cervezas que descansan junto a la salida del aire acondicionado. Le digo que vaya él por ella y me traiga otra. Con una media sonrisa en el rostro lo hace. Sabe que soy yo el que está en problemas y no él. Confianzudo pone una canción después de buscarla por varios minutos. El cuarto se llena de Real love cantada por Regina Spektor.

 

El mundo sube sus pies al  barandal mientras yo lo observo. Viéndolo tan cerca, me parece un tipo común y hasta cierto punto aburrido. Miro hacia el cielo en busca de otro. El mundo dice:

 

-       Primer acto: Un hombre y una mujer se conocen. Segundo acto: El hombre y la mujer se besan. Tercer acto: El hombre y la mujer cogen. ¿Cómo se llamó la obra?

-       No sé.

-       Carajo. Yo tampoco.

 

Regina se desgañita diciendo que es real love, yes it´s real love. El mundo y yo miramos hacia abajo. Son las ocho de la mañana y allá van las Ramblas. Muriendo por sólo los quince minutos que le toman volver a nacer. El mundo no entiende nada pero aún así amanece. Yo no entiendo nada y no amanezco. Pero extrañamente me siento muy bien.  Extrañamente. El mundo se ha ido. Allá va y allá van Las Ramblas. ¿Dónde estoy yo? En el mundo. En algún lugar del mundo. Y allá van las Ramblas. Hacia allá va el mundo. Caminando igual que yo, hacia un no sé qué, que qué sé yo.

 

Hotel Oriente, Las Ramblas, Barcelona.

 

Sonia y Carolina.

Sonia y Carolina.

 

Para José Montalvo: extraño espejo de mi futuro yo.

I.

 

Cuando las hermanas se encontraron, Sonia iba rumbo a la playa y Carolina a las tiendas del centro. Se saludaron como si no se hubieran visto en años, a pesar de que apenas por la mañana habían desayunado juntas en la casa de verano de sus padres. Pero les gustaba saludarse así: los transeúntes volteaban sin chistar, sorprendidos ante el espectáculo que daban dos excitantes lolitas, gemelas idénticas, abrazándose y besándose en la boca, lengua incluida. Las dos vestían shorts diminutos de mezclilla que dejaban ver el inicio de las pequeñas pero bien formadas nalgas. Cubriendo los senos demasiado grandes para tener sólo quince años de vida, Sonia llevaba el top del bikini mientras que Carolina, más conservadora, mostraba una blusa blanca de algodón que  dejaba vislumbrar con claridad el rosa de sus pezones. Se despidieron no sin antes brindarle al público presente, ahora ya aconglomerado sobre la banqueta del malecón, un último show consistente en acariciarse una a la otra con la yema del pulgar los pezones ahora erectos y jugar a la enredadera con sus lenguas.

 

II.

 

Eran la diez de la mañana en punto cuando Sonia extendió sobre la arena caliente una toalla blanca estampada con flores. Se desprendió del top rojo del bikini y sus dos tetas bambolearon un poco antes de quedarse estáticas, viendo perfectamente hacia el horizonte. Levantó un poco las nalgas para retirar con un movimiento delicado de la mano, la tela del bikini de su culo. Miró por varios minutos el rompimiento de las olas, hasta que los agresivos rayos del sol le recordaron que debía untarse el cuerpo entero con la loción que había comprado la noche anterior en el ahora lejano aeropuerto de la Ciudad de México. La esparció obscenamente por todo su cuerpo sin excluir el pubis. Tan sólo alzó un poco el calzón dejando ver a nadie el vello meticulosamente recortado linealmente. El calor del sudor que le resbalaba desde el cabello, hizo que extrañara las manos de Carolina recorriendo cada milímetro de su cuerpo, la redondez de sus tetas y el duro de sus nalgas. Idéntico al suyo.

 

Desgraciadamente para ella, la playa se encontraba casi desierta, sólo una familia padremadreydoshijos, cuya mamá al ver que su marido no despegaba los ojos de ese par de senos hipnotizantes, ordenó la retirada de inmediato a una playa cercana. Sonia sonrió al constatar su poder sexual apenas descubierto y se recostó sobre la toalla, jugando con los dedos de sus pies sobre la arena, esperando con los ojos cerrados a su hermana, o a algún amigo con quien jugar.

 

III.

 

Es insoportable el calor dentro del departamento. Las miro mientras se recuestan. Miro su cuerpo desnudo extendido sobre la terraza, el sol quemándoles la piel, cientos de gotas saladas sobre el dorado de sus nalgas, de sus tetas, de su abdomen. Se reflejan a la perfección sobre sí mismas; los pezones y las rodillas pegadas, resbalando ocasionalmente a causa del aceite, como dos lenguas trabadas, como dos peces bailando en el fondo del cerebro acuoso de un pervertido.

 

IV.

 

Los pasos de Carolina son a veces largos, a veces cortos. No decide en tomarle un ritmo constante a su caminata. No quiere hacerlo. Las calles empinadas del centro, comienzan a llenarse de burócratas en guayabera y portafolios en la mano, de sirvientas regresando del mercado con bolsas repletas de comestibles que sus patrones ricos nunca comerán. El sol empieza a pintar las casas blancas de naranja y amarillo mientras Carolina, decide que entrar a probarse unas cuantas faldas en la tienda de moda, parece ser la mejor opción. Entra y en sus nalgas se lleva las morenas erecciones de algunos albañiles y taxistas. Un fino empujón abre la puerta llenando de aire acondicionado los pezones ahora endurecidos. Un joven y desprotegido empleado mira con sorpresa la llegada de la niña quien a su vez lanza un par de ojos verdes y despreocupados sobre las prendas colgadas. Sin embargo, en su cabeza comienzan a agolparse cientos de imágenes que terminan en una: un pene moreno, ancho y no muy largo. Detrás del mostrador el torso del empleado luce sereno, mientras que debajo de la cintura, la sangre ha llegado en torrente hasta el pubis tensando hasta los últimos músculos, abriendo al máximo la delgada tela del pantalón. Carolina se mueve por entre las prendas dejando a su paso un tenue olor a durazno, acaricia alguna manga, el borde de una falda hasta que se detiene: el líquido caliente ha comenzado a rellenar sus entrañas, haciéndola voltear directamente hacia los ojos del empleado. Silencio. El motor del aire acondicionado apenas si susurra. La vagina se humecta, el pene se ensancha. El buenos días sobra, el juego ha comenzado. 

 

V.

 

Ya no está sola. Sonia está acompañada. Ríe fingidamente cada vez que alguno de sus dos interlocutores suelta un chiste gastado. Los dos estudian en una universidad privada de la Ciudad de México, uno es rubio, el otro castaño, los dos tienen un idéntico cuerpo atlético y, por suerte, nada más. Sonia no quiere saber nada más. Y mientras la mañana avanza, el sol se enfurece y el calor y la humedad comienzan a volverse insoportables. La plática de los dos muchachos no llega ni a ser eso, se queda en el límite de un balbuceo y la primera palabra de un bebé. Pero Sonia no necesita de otra cosa. Los invita a sumergirse en el agua hasta el cuello y ellos corren tras ella mirando los pequeños granos de arena que se han quedado pegados sobre las nalgas, tratando de disimular sin éxito las erecciones que Sonia ya imagina en su cabeza. Debajo del agua, las corrientes marinas murmuran por entre las seis piernas. Las pequeñas manos de Sonia desanudan los cordones de los trajes de baño de los dos chicos, los penes se ven envueltos por la sal del mar, Sonia sumerge la cabeza, abre los ojos con dificultad, extiende las dos manos y comienza con su labor.

 

VI.

 

Su madre mira por encima de mi hombro. No se sorprende al revelársele letra por letra lo que escribo. Se introduce a pasos rápidos en la cocina y comienza a preparar nerviosamente una jarra de limonada.

 

 

 

VII.

 

El pequeño vestidor resulta insuficiente para los movimientos abruptos de los dos jóvenes. Carolina sale empujada hacia el centro de la tienda por el pene del empleado quien embate con fuerza por en medio de las nalgas sin importarle que alguien entre. No va a dejar escapar esta oportunidad de oro. Hacía ya más de tres meses que no penetraba a una mujer y en esta ocasión se va a dar un festín. Carolina acepta cordialmente el pene que remueve el interior de sus órganos y lo envuelve con su pequeña vagina pues lo quiere hacer explotar ya pronto. Pero no parece que el asunto vaya a terminar al menos en un par de minutos más. El empleado sabe que un día como éste no va a volver a presentársele en todo lo que queda de su vida, por lo que aguanta la eyaculación lo más que puede. Incluso saca el pene de vez en cuando tal como aprendió de alguna película y lo pasea por la espalda desnuda de Carolina. Adentro otra vez. Afuera una vez más. Ahora voltea a la niña y se lo pasea por la cara. Carolina lo relame hasta que lo toma de la base, se voltea de nuevo y se lo vuelve a introducir, ahora por el culo. Es imposible retener el semen cuando un espacio tan estrecho aprieta con tal fuerza el miembro. Un par de embates más y suelta todo dentro del intestino grueso de Carolina. Ella gime pero no mucho. Tampoco es tan puta. Por fin abre los ojos que mantuvo cerrados durante toda la acción. Ante sí tiene la falda de mezclilla que había buscado sin éxito por todos los centros comerciales de la Ciudad de México. La descuelga y dice: “Ésta me la llevo puesta”. El empleado saca el pene. Este día, sin duda, ha empezado bien para él.

 

VIII.

Es difícil mantenerse dentro del agua por más de un minuto. Y más si se trata de chupar dos penes al mismo tiempo. Por ello Sonia prefiere bajar el pequeño calzón que la cubre y dejar que alguno de los dos muchachos decida penetrarla. Le da igual cuál de los dos lo hace primero. Sólo abre un poco sus dos pequeñas nalgas y cierra los ojos. El rubio se decide. Intenta introducirse dentro del cuerpo de Sonia pero no lo logra. Ahora es el turno del castaño. Lo intenta un par de veces hasta que comienza a moverse de atrás hacia delante. Sonia abre los ojos. El castaño no ha atinado y lo único que hace es restregar el miembro entre la línea de sus nalgas. Desesperada, toma de la punta el pene y trata de introducirlo en su vagina. Demasiado tarde. El pene del castaño ha eyaculado. Ahora intenta una vez más con el rubio. Error. El ser partícipe de tal espectáculo lo ha excitado tanto que ha soltado ya sus millones de espermatozoides dentro del mar. Sonia patalea un poco. Decide nadar hasta la orilla. Carolina ha llegado.  La saluda con la mano desde la arena.

 

IX.

 

Una mierda de relato. Eso es lo que es. He fumado ya más de doce cigarros. Una botella de ron completa ha resbalado por mi garganta. Su madre entra a la sala con la jarra de limonada sobre una charola. Las observa a ustedes mientras toman el sol desnudas. Hace un gesto de desaprobación. Deposita la charola a un lado de mis papeles. Sirve dos vasos y se los lleva hasta la terraza. Ustedes aceptan gustosas. Beben de un trago todo el contenido. Una gota les resbala por la comisura de los labios. La relamen. Se recuestan de nuevo sobre la toallas. Yo enciendo otro cigarro. Su madre me mira enojada pero reconsidera: sabe que lo que escribo sirve para hacerla disfrutar de sus vacaciones en una casa de verano. Intenta servirme un vaso de limonada pero la detengo. La tomo de la mano y la llevo hasta la habitación. Sé lo que tengo qué hacer. Bajo sus pantalones con un solo movimiento. Observo la flacidez de sus nalgas y muslos. Su obscena blancura. Imagino que hace quince años ustedes salieron por en medio de esas nalgas. Sonrío. Saco mi pene que ha estado erecto desde la mañana. La penetro por el culo. Se lo hago lo más fuerte posible, esperando que grite de dolor y ustedes escuchen sus gritos. Y entonces se guiñen el ojo una a la otra, como dos cómplices de lo mismo.

 

Mayo del 2004.

 

 

 

 

 

 

 

 

Cosa rara la muerte.

Para Marco Colín.

 

 

Cosa rara la muerte.

 

Era agosto aunque bien podría haber sido cualquier mes del año. Daba igual. A todos les daba lo mismo. El viento siempre frío entraba por las ventanas de cada una de las casas y edificios. En los hogares, en las oficinas, en los restaurantes; en cada uno de los cuerpos semi vivos que habitaban la Ciudad de México. Y llovía. Llovía cuando lo único que se esperaba era un sol radiante, un viento cálido, una playa y un mar; unas gaviotas cantando.

 

A la par de la lluvia caía la noche. Los oficinistas subían a sus automóviles, impulsados por fuerzas que ni ellos mismos sabían de dónde salían, bien concientes de que sus sueños se encontraban atrapados en la cajuela del auto y no saldrían por un buen tiempo. Tal vez nunca. Tal vez se quedarían junto con las raquetas de tenis, la bola de boliche y los zapatos para correr. Ya inmersos en un mar de autos, hablaban con sus mujeres por el teléfono celular que devoraba sus quincenas:

 

-Ya voy para allá-. Decían todos.

 

Ellas no contestaban, sólo lanzaban ruidos guturales por la bocina que podrían significar: “Ya no te espero, llevo años sin esperarte con ansias de verte, la cena la preparé mecánicamente, tus gustos me aburren, tu cuerpo me asquea, sobre todo esos ojos que ya no me cuentan nada, mi vida me harta, el sexo no es bueno y acabo de descubrir que nunca lo fue, me importan poco tus presiones, yo sólo quiero que me dejes tranquila, que me dejes vivir como yo quiera, que críes como te de la gana a tus hijos, que me dejes, que me dejes en paz”.

 

Y allá van ellos. Sabiendo lo que quisieron decir sus mujeres porque las conocen demasiado, porque conocen el significado de cada uno de sus ruidos, de cada uno de sus lamentos, de cada una de sus estúpidas caricias condescendientes que no dicen nada, que sólo recorren la nuca hasta llegar al cabello, como si estuvieran haciendo su recorrido diario en sus autos pagados en mensualidades hasta el supermercado. Pero ya no les importa.

 

Con ellos vas tú. Y la lluvia que cae sobre el techo del automóvil. Que nunca se cansa. Acelera y frena. Ahora acelera de nuevo. Ahora frena. Frena una vez más. Noticias y más noticias en la radio. Un político se suicidó aunque existe la sospecha de que fue asesinato, una pareja de actores se casó, el equipo de futbol promete ganar el domingo, compre un auto, compre una casa, compre el más seguro de los seguros de vida. Seguro de vida. ¿Qué vida hay que asegurar? ¿Ésta? Aseguremos entonces el tedio y los días que parecen nunca acabar, aseguremos entonces las noches en vela pensando en nada, esas noches mirando la espalda vulgarmente desnuda de tu esposa preguntándote qué salió mal, en qué momento fue que se jodió todo, en qué momento se dejaron de amar si es que alguna vez lo hicieron; noches pensando en nada, ni siquiera en una playa porque resulta muy caro viajar, porque hay que ahorrar para la escuela de los niños, esos demonios que a veces, cuando duermen, parecen ser la ilusión de algo mejor. Pero entonces despiertan y no son más que una copia de ti mismo pero en pequeño, un hijo de puta en potencia, un ser insaciable que siempre va a pedir más, que nunca estará contento con nada, un cabrón que tal vez, si la suerte lo acompaña, se convierta en un loco o en un vagabundo. Pero la suerte no ha estado con esta ciudad desde que la fundaron, así que lo más seguro es que sea idéntico a ti y se case y tenga hijos y entonces este animal siga alimentándose para después cagarse tranquilamente a sí mismo sobre las cabezas de todos. ¿Asegurar nuestra vida? Esa ya está bien segura. Lo que deberían vender es seguros de muerte. Asegurarnos una muerte alocada e increíble. “¿Cuál es su última fantasía, Señor? ¿Morir de sobredosis enredado entre las piernas de una miserable puta húngara? Nosotros se la traemos y también le proporcionamos la marihuana tailandesa, los somníferos americanos y el alcohol caribeño que lo llevarán a morir justo en el momento de su quinta eyaculación”.

Apagar la radio, encenderla de nuevo, es insoportable estar solo y más con esos diablos de pensamientos, encender un cigarro, apagarlo al instante pues ya no los hacen como antes y saben a químicos mezclados con hojas podridas; llegar al departamento, abrir la puerta, cenar indiferencia, besos en la frente a los niños dormidos, más noticias en la televisión, el equipo ya no promete ganar el domingo, se malinterpretaron sus declaraciones, darán su mejor esfuerzo y un empate los dejará satisfechos, no, no fue asesinato, murió de causas naturales que es lo mismo que suicidarse, los actores ya planean un millonario divorcio, ese auto ya pasó de moda, mejor compre este, es más rápido, no viva en la ciudad, es muy insegura ¿no lo sabía?, mejor viva en sus alrededores, compre el más seguro de los seguros de vida, otra vez, otra vez la pesadilla, y ahí viene la espalda desnuda de tu esposa, su boca huele a pene y su cabello a semen fresco, ¿lo habrá hecho mientras tus hijos dormían?, ¿será capaz, la muy puta? Sufres una erección tibia y floja, abandonas la idea de penetrar a tu mujer pues ya te acostumbraste a no hacerlo, de cualquier modo ella ya ronca, ahora ahí viene el maldito insomnio aunque se irá pronto, estás tan cansado que dormirás en unos minutos, el insomnio sería un lujo, algo que los demás imbéciles no tienen, y ahí estás dormido, ridículamente dormido, ni siquiera sueñas, abres los ojos y ya estás en el tráfico, compre una casa, compre un auto, suena tu teléfono celular, es la puta de mi mujer, piensas, pero no, es tu amigo, tu único amigo.

 

-       Esta madrugada murió mi padre, a las cinco treinta y dos de la mañana.

 

No dices “lo siento”, no sabes qué demonios decir, sólo piensas en lo grandioso que sería morir a esa hora, cinco treinta y dos de la mañana, justo cuando todos los imbéciles duermen, incluso las putas y los borrachos, y te repites la hora y le prometes a los seres que manejan a tu lado levantarte a esa hora todos los días que te queden, esperando a la muerte, aguardándola con un cigarro y una copa repleta del vino más rojo de todos en las manos, pensando en su rostro, deseando con todas tus fuerzas que sus facciones se acerquen lo más posible a las de esa niña de la que te enamoraste en la escuela primaria que se llamaba Ana Paula, esa niña a la que le dejabas notas diciendo “te quiero” sobre su pupitre justo después de que sonaba el timbre que indicaba la salida y que por supuesto, ella nunca leería. Pero no te importaba porque te gustaba quererla así, sin que nadie supiera, para que ninguno de los otros imbéciles dijera cualquier cosa, porque ese amor era tuyo y de nadie más, no pertenecía ni a tus padres ni a tus maestros ni a Ana Paula, no estaba en tus libros de texto ni en las telenovelas que veía tu madre con fruición cada tarde después de lavar los trastes con la mirada perdida más allá del mosaico; no estaba en ninguna parte, ese amor estaba en ti, en tu corazón latiendo como nunca lo volvería hacer jamás y ahí lo guardabas, junto con el único beso que viste a tu padre darle a tu madre, junto con el gol que hizo campeón a tu equipo por última vez en su historia y nada más; que la muerte tuviera los ojos de Ana Paula, que oliera a Ana Paula, que se moviera como ella y hablara como ella y que te llevara y entonces pudieras confesarle que siempre estuviste enamorado de todo lo que era ella, de su falda mal cortada, de su cola de caballo, y entonces volaran por encima de esta ciudad podrida y tú pudieras reirte de los otros imbéciles mientras te fundieras con las nubes, sintiendo esa sustancia ni líquida ni gaseosa, sólo blanca, bien blanca, envolviendo tu cuerpo para luego cerrar los ojos y volver a escuchar el sonido nítido del timbre de salida de tu escuela primaria dando pie al momento de escribir otra nota de amor que Ana Paula nunca leería.

 

-Cosa rara la muerte-. Dijo tu amigo al otro lado de la línea, un poco extrañado por tu silencio.

 

-La cosa más rara y más bella de todas-. Agregaste. Justo en el momento en que viste a ese perro tratando de cruzar el periférico y hundiste el pie en el acelerador.

 

 

Septiembre del 2004.

 

 

 

 

 

 

 

Para Mateo.

Para Mateo Sanabria con todo mi afecto,

 

 

Los ojos del niño absortos ante el océano. Observa la caída de las olas hasta que éstas tocan la arena para después alejarse. Sentado e inmóvil, apenas si levanta un puñado de arena, lo aprieta indiferente hasta que se le escapa y regresa a su sitio. Estaría solo en la playa. Estaría solo en la playa de no ser por el auto volcado a sus espaldas. Estaría mejor acompañado si no fuera porque sus padres han muerto dentro del auto. Paisaje estático que apenas es inmutado por una espesa gota de sangre que brota de la cabeza del niño, recorriendo el camino de su cuello, hasta chocar violentamente contra el borde de su camiseta blanca de algodón.