Niza.
(Caída).
Estaba a punto de morir el día. El sol, marchito y lastimado, se iba retirando poco a poco esperando que el mundo llorara por su caída, que fuera testigo de su sufrimiento e hiciera una fiesta por ello. Pero no era así, el mundo seguía su curso caótico y apenas si algún turista constataba el hecho con su cámara fotográfica.
La calle era la Rue Paradise y la ciudad era Niza. Donde Francia es más Francia que el resto de Francia pero también es más Italia que el resto de Italia. Como si en su indecisión se hicieran más fuertes las raíces de sus habitantes. Un sitio donde la vida escribe conscientemente el epitafio de su propia tumba.
Me hubiera gustado estar solo pero no lo estaba. Mi eventual pareja lo había sido ya por más de tres años. Pero en ese momento era una pareja eventual.
Se llamaba María aunque me hubiera gustado que no tuviera nombre. Me hubiera encantado que su nombre fuera una extensión imposible de todas las mujeres con las que había estado en mi vida. Desde mi madre. Pero no era así. La conocía y la conocía bien, de pies a cabeza. Presentía sus movimientos, sus gestos, sus ansiosas y repetidas caricias.
Los dos compartíamos el mismo cigarro, aunque ella parecía disfrutarlo más que yo. Chupaba casi con furia del filtro dejándolo exhausto, imposibilitado de recibir más fumadas. En impulsar al narcótico humo hasta sus entrañas se le escapaba la realidad. Y eso me enojaba. Porque el cigarro se calentaba y no se dejaba querer como yo quería. Ya no era mío. No era mi vicio, era de los dos. Ya no era mi futuro doloroso y solitario, era nuestra compañía soportable hasta el fin de los tiempos.
Así que jalé del bolso de mi pantalón mi ánfora de ron cubano. Di un buen trago, lo dejé recorrer y rasgar mi garganta mientras el sol hacía lo mismo sobre la tela del cielo.
Me hundí dentro de su boca de vidrio ambarino. Palpable pero irreal. Besé sus contornos asfixiantes. Di un trago más. Permití que ese líquido semejante a la miel -en color, no en demencia- mojara mis labios y cayera un poco sobre mi barba negra. Dejé que las gotas saltaran tímidas hasta mi pecho y que caminaran hasta llegar a mi vientre. Como si fueran dagas mortíferas recién afiladas, dejando a su paso una deliciosa línea roja, sensual, seductora, preciosa, tocando con su punta amenazante el inicio del pubis, justo ahí, en el lugar ideal. El sudor haciéndole una compañía natural, acostumbrada. La excitación de María detenida por mis miradas frías e imposibles de resucitar.
La calle atestada de gente prometía algo que aún yo, cabizbajo y perdido, no reconocía. Los turistas accionaban sus cámaras, sonrientes, esperanzados de encontrar en el futuro lo que no podían reconocer en el presente. Los hoteles, estoicos, seguían resistiendo el trajín diario de sus huéspedes. Los comercios, cansados y asqueados, apenas si abrían las piernas para continuar con la entrada y salida rasposa de los falos de idéntico rostro, ansiosos, flacos y aturdidos por el día.
El nombre de la figura que descansaba en mi hombro, abrió apenas su boca para sugerir la idea de refugiarnos en un bar cercano a la playa (si es que a un lugar con mar frío y rocas en lugar de arena se le puede llamar playa).
-Tal vez alcancemos pedirle un deseo al sol antes de que se vaya.
Muerto, aplastado por las agonizantes sombras proyectadas sobre el suelo caliente, me dejé conducir de la mano de esta mujer tan niña. Era nuestro primer día en la ciudad, así que la promesa de un bar cercano a la playa era débil, tan posible como imposible. Tan de Italia como de Francia.
Sus pasos eran rápidos, lejanos de imitar la sensual caída del sol que nos esperaba y que, según mis ojos alcohólicos, se había detenido dolorosamente en un punto cercano a los techos de los bajos hoteles de la Rue Paradise.
Pedí una cerveza bien fría, una medicina que tuviera la capacidad de refrescar el espíritu ausente y no ahogarlo como el ron, que pudiera levantar árboles en el desierto de mi cuerpo, que mojara los tristes ríos de arena que poblaban mi horizonte. Y ella ordenó lo mismo, después de mí.
Encendí un cigarro que dejé sobre los dedos de niño travieso de María. Obligué a que el fuego encendiera uno para mí, para mis miedos, para mi vida propia y de nadie más. La supuesta playa se encontraba distante de nosotros, separada por una avenida central donde los automóviles no eran sino hormigas rojas clavando a cada paso sus patas filosas sobre la tierra bien asfaltada.
Aquel sol seguía con la mirada bien atenta. Esa mujer seguía con sus aguijones de ojos sobre mi persona. Esperando a mis palabras, una frase tan siquiera, un gesto tan siquiera, un abrazo tan siquiera. Pero no era posible ninguna de esas opciones.
-Si quieres puedes pedir algo de comer.
¿Qué iba a poder comer? ¿Apenas un grano de sal? Una campana hubiera estado bien, un edificio, una montaña de espinas, algo que abriera mis entrañas, que las expusiera ante ella, que me dividiera en dos, en tres, en mil personas más, en mil seres distintos a mí que la hicieran feliz, que pudieran convencerla de que la vida es un océano color de rosa, que su madre está cuerda, que su padre nunca morirá, que yo seré por siempre y para siempre su amado perfecto.
-No, gracias, no tengo nada de hambre. Guardemos ese dinero para comprar otra botella de ron y más cigarros.
-Como tú quieras, pero si tienes hambre sólo dime.
-Está a punto de morir el sol.
Ella, predeciblemente, cerró los ojos. Me tomó de la mano. La apretó tratando de extraer todo lo que nunca podría extraer de mí. Golondrinas rozaron la línea que dibuja la muerte sobre el horizonte. En mi mente el mundo se pudrió por fin. Dejó de caminar lento. Dejó para mejor momento el sufrimiento, la inevitable caída de la noche, la creación de dioses responsables de los pecados, culpables del bien y del mal, del amor y del hastío, del nacimiento y de los giros interminables de dolor, de llanto, de confesiones repletas de deseos reprimidos. De la muerte inevitable de María.
Con el sol derrotado sobre nuestros hombros, caminamos juntos, tocando con el cansancio de nuestros pies el asfalto caliente. Le tomé la mano por volar sin hacerlo. Por soñar sin dormir juntos.
Abrimos la puerta de nuestra habitación. Desnudé el cuerpo que llevaba años desnudando. Descubrí la cama que había dejado de ser un misterio excitante. Pensé en mi familia mientras abría la botella recién comprada. En lo lejano que estaba de mi tierra, de mis territorios. Serví un vaso mientras pensaba sólo en mí. Me bebí de un trago toda la tristeza que nunca se alejaría de nuestro mundo. Dejé que su trayecto doliera, que hiciera sangrar mis entrañas, mi corazón.
Separé sus rodillas mecánicamente. Le penetré. La noche abrazó al planeta. Mis movimientos fueron lentos y melancólicos. Su deseo gimió en una palabra:
-Quiéreme.
Mi deseo se alejó. Inevitablemente. Salió de su cuerpo para encontrar descanso en la terraza. Se hizo acompañar por la botella de Ron y tres cigarros fumados uno tras otro. Y las lágrimas comenzaron su descenso. Tocaron el piso. El amor cayó flotando rítmicamente, mientras los turistas volvían a poblar con su locura la Rue Paradise.
Lo leí y me pareció que ya lo conocía. Estoy seguro que ya lo conocía. Estoy seguro que ya lo había disfrutado. No hablas mucho de la ciudad, pero yo viví muchos años en esa ciudad, si, desgastada... será por eso que sentí el relato como propio; especialmente la pátina obtusa de amar al mundo a fuerza de cercenar el cuerpo.
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