domingo, 2 de enero de 2011

Wonderful tonight en Tepoztlán.

Para Chemita.

“And the wonder of it all, is that you just don´t realize how much I love you”.
Eric Clapton, Wonderful tonight.

A unos días de que termine el año del dos mil diez, recibo una extraña infección en la garganta, la resisto como siempre, me vence, me dejo, reposo, la dejo llevarse los restos malignos de este año.

Y está todo bien.

Mi mujer pasa a mi casa y en su coche enfilamos rumbo a Tepoztlán. Mi mejor amigo ha rentado una casa allá y por lo que me ha anticipado, más que una casa es una mansión en el campo.

Y está todo bien.

No he desayunado porque sé que mi mujer se parará en Tres Marías sólo para complacerme y dejarme comer la cantidad de cecina y chicharrón prensado que mi cuerpo pueda resistir. No me excedo para complacerla.

Y está todo bien.

Llegamos al inicio de la tarde, a las cuatro o a las cinco y en cuanto entramos a la casa de campo, el tiempo comienza a desaparecer. Como si se alargara y en ese crecimiento borrara todas las líneas que dividen los minutos de las horas, las horas de los días.

Y está todo bien.

Sentados ante una mesa gigantesca de madera que en realidad son dos unidas, nos recibe el clan. La madre de mi amigo, su hermana, su cuñado, su sobrino, su mujer, dos perros. Están a la mitad de la comida y un “¿quieren comer?” de parte de la madre de mi amigo, me hace sentir tan bienvenido que acepto aunque ya lo haya hecho. Para comenzar el ritual de la comunión y que quede sellado para el resto de la estancia.

Y está todo bien.

El día pasa, se estira cómodamente como Jonás el perro que yace sobre mis piernas y la comunidad fuma tabaco, bebe cerveza, nos trasmite la comodidad que se inyecta sobre los hombros de mi mujer.

Y está todo bien.


Y jugamos futbol mientras la tarde se va sin avisar, y es hora de abastecer la comuna de comida. Así que allá vamos todos en un solo coche al supermercado a comprar lo que haga falta y a exasperar a la cajera con tanta gente y con tanta comida.

Y está todo bien.


Porque la noche entra sin hacer ruido y nos cobija en una de las salas. Y entonces sale mi Gretsch nueva y la Fender de mi amigo y así, poco a poco, nos comunicamos como lo hemos hecho desde hace años, tranquilamente, escuchando y participando y “acabo de sacar Sweet Virginia” o “toca la de The Band” o “creo que este es el requinto de Wonderful tonight”.

Y está todo bien.

Porque él sabe requintear y yo soy bueno para la melodía. Y la madre de mi amigo me da un té de varias hierbas para aliviar mi garganta y nos vamos a dormir y queda para mañana el pendiente de seguir sin hacer nada.

Y en un cuarto las persianas no sirven y en el otro hay un alacrán pero no importa porque hay otro cuarto.

Y está todo bien.

Por la mañana descubro con terror que mi mujer no durmió nada gracias a mis ronquidos pero nada que un buen desayuno con la comuna y un poco de sol no puedan arreglar. Y así como va calentando el día, mi mujer me besa con sus miradas y todos toman el sol, y Santiago el sobrino nada por primera vez en su vida, y todos celebran y yo me refugio a la sombra de un árbol a tocar la guitarra.

Y está todo bien.

Porque así pasa el día como si fuera todo un año hasta llegar a la comida de nuevo o a la cena y de nuevo a la sala y de nuevo a la plática y cada quién en lo suyo pero con los suyos y se unen nuevos integrantes y a la cama de nuevo y ahora soy yo el que se mantiene en vela leyendo para que la mujer pueda dormir y termino el libro de Keith Richards y me pongo feliz o triste porque terminó y duermo un poco para despertar y recibir el último día de este año con sol de invierno, y perros y un niño y una mujer hermosa y mi mejor amigo y una mezcla de buenas personas, simplemente muy buenas personas cada una recapitulando ese año y ahí está Karla la hermana y la madre de Santiago y la esposa de Luis cocinando y su amiga Ana y la madre de mi amigo sonriendo y su hijo Pepe sacando fotos cada medio segundo y mi mujer extrañando a sus padres en silencio y Jonás y Manteca los perros comiendo y Santiago el bebé captando todo con esos pequeños ojos despiertos, registrando en un libro virgen los primeros sentimientos de su vida y metiéndolos en cajones y Anita la mujer de Pepe y mi amiga haciéndonos reír a todos y su amiga Giselle observándonos aburrida y yo estando, suspirando y tosiendo, viviendo.

Y está todo bien.

Porque después de cenar pasamos a la sala de la noche a esperar el nuevo año y cada quien hace lo que se le de la gana y escuchamos música y ponemos el 2 para el conteo y feliz año nuevo dice Ernesto Laguardia pero ya nadie lo oye porque ya hay abrazos y lo primero que hago es besar a la mujer más hermosa de todas y abrazarla y después a mi amigo y a toda la comuna y de ahí a lo que sea. Hay agua en los ojos de mi mujer y también en los de mi amigo que se quita los lentes escondido de todos y limpia una lágrima y pone música y salgo a fumar con él y con mi mujer y los dos a la vez dicen “me pega más el año nuevo que la Navidad” y yo lo sé y me mantengo entre ellos como un poste o un árbol por si lo necesitan y fumamos y entramos de nuevo y unos se van a dormir, otros platican de sus trabajos, otros escuchan música y otros tocamos de nuevo las guitarras y mi mujer con su armónica y sale de nuevo “Wonderful tonight” y la tocamos y cantamos hasta que dan las tres y nos vamos todos a dormir salvo mi amigo que se queda viendo fotos y me despide con un feliz año, Agus, y yo quiero decirle lo mucho que lo quiero y aprecio su invitación pero no digo nada porque sé que lo sabe. Y me duermo al lado de mi mujer y me quedo con ganas de decirle todo lo que la quiero y lo feliz que me siento ahí con ella, simplemente acostado al lado de ella, sintiéndola viva pero no digo nada porque sé que lo sabe.

Y está todo bien.

Porque llega el primer día del año y la comuna desayuna tranquilamente y hay huevos y frijoles y tortillas y hotcakes y todos lucen felices porque no hace falta decir que fue un buen año y que el que sigue va a ser mejor. Y el campo sigue igual, los árboles y las flores aunque el cielo siga dormido. Y en mi cabeza despido a un año de recuperaciones, de tratamientos, de cambios, lleno de amor y comprensión y nuevos amigos y mil cosas buenas que me hacen sentir calientito.

Y así.

Como un suspiro uno se va y otro viene pero nosotros seguimos y estamos y nos despedimos y que sea un buen año para todos.

Y así.

Y así acaba y así empieza y así sigue.

Un año, otro año, nosotros, los amantes, los amigos, los padres, los hermanos, los hijos.

Y un mundo detrás, tranquilo, sin prisas por morir, con árboles y cielo y pasto y guitarras y besos y abrazos.


Y está todo bien.

Y está todo wonderful tonight y today y the rest of the days.

Agustín Vélez.
Dos del Uno del Dos mil Once.

viernes, 20 de agosto de 2010

El satélite del amor.


Jack is in his corset, and Jane is her vest.

Sweet Jane.

The Velvet Underground.




Recostado sobre mi espalda, sobre un futón rojo cubierto por una cobija rosa, a través los audífonos escucho a Lou Reed. Únicamente acompañado por mi sobriedad, paso la mirada del techo hacia la luna que deja ver mi ventana y de ahí de nuevo al techo. Jugando con hacer desaparecer a la luna o yo desaparecer ante ella. Jugando a exponerme o a esconderme de ella.

Recostado sobre mi espalda paso del techo a la luna y de ahí a las estrellas y de ahí al universo hasta volver a volver a estar recostado sobre mi espalda pero ahora con quince años sobre otra cama que entonces era mi cama.

Recostado sobre mi espalda pero ahora tocando una colcha roja con cuadros verdosos tapando una cama tamaño extra individual. Con unos audífonos ahora, incómodos de diadema con las esponjas mordidas por una gata entonces viva. Dejando que entraran a través de esas orejas maltrechas la voz de Jordi Soler en su programa de radio de las diez, anunciando esa eterna entrada a su mundo dejando sonar Satellite of love.

Y aquella mueca constante de un niño de quince años se transformaba en sonrisa y sus manos abrían las persianas para dejar ante su mirada aquel otro satélite de queso o de amor. “Lluvia de luz azulosa” la llamaba entonces el niño poeta hasta que Jordi hablaba para ponerlo en su lugar.

“Música para Charles Bukowski” pedía el locutor a su operador, y entonces una música clásica de otro tipo, la de violines y sinfónicas, comenzaba a acompañar a esa voz pastosa de whiskey, café y tabaco por la líneas arrítmicas del viejo poeta indecente:



El crujido.

Demasiado, muy poco

muy gordo

muy delgado

o nadie.

risa o

lágrimas

rivales o

amantes.

Extraños con rostros

como el reverso

de dedos pulgares.

Ejércitos corriendo entre

Calles sangrientas

Agitando botellas de vino

Acuchillando

Y cogiendo con vírgenes.

Un viejo en un cuarto barato

con una fotografía de M. Monroe.

Hay una soledad tan grande en este mundo

que puedes verla en el lento movimiento

de las manecillas de un reloj.



Entonces el niño casi adulto casi niño, cerraba los ojos para ver en oscuro a la luna y pensar y pensar y pensar. Y pensar en cómo sería su vida acompañado de quién. En cómo sería ese amor que había tocado tanto a ese jodido poeta y cómo sería ese otro que había enamorado a ese locutor escritor de sonidos. En por qué esos amores parecían pasar como un río revuelto y agreste arrasando con todo lo que se encontrara a su paso. Dejando a la deriva a estos dos náufragos, flotando en una balsa apenas amarrada por cuerdas tan débiles como sus esperanzas por caer sobre un lago tranquilo después de tal revolcada.

Pensando en cómo sería para él mismo su propia experiencia, su línea amorosa de vida, sus ríos naufragados, sus días perfectos de verano paseando por el lago. Pensando, primero, al lado de quién moriría y de ahí para atrás, nadando de croll, hasta llegar a la primera mujer que le abriera las piernas, el mundo, la tierra y lo dejara entrar en ella.



La gente está cansada

mutilada

por el amor o el desamor

la gente no es buena con los demás

el uno al otro

El rico no es bueno con el rico

el pobre no es bueno con el pobre

Tenemos miedo

Nuestro sistema educativo nos dice

que todos podemos llegar a ser

ganadores de culo grande

No se nos dijo

de los atrevidos

o los suicidas

o del terror de una persona

adolorida, en un lugar solitario

intocable

indecible.

Regando una planta




Recostado entonces me preguntaba, ¿pues qué les habrá pasado? y ¿así de desgarrador es el amor? Recostado ahora recuerdo ese primer enamoramiento y ese primer dolor, y luego el segundo y luego el tercero y prefiero mil veces el último. Porque a esa edad, pasar de la mano sudada a las piernas abiertas es un camino a contra reloj que se disfruta. Pero regresar de las piernas abiertas a las manos sudadas y de ahí a la temida amistad, es un camino lleno de pozos algunos sin final.

Y recostado ahora pienso que cualquier ser humano a la edad de quince años aún tiene el músculo del corazón bastante nuevo, y cualquier rasgadura deja cicatrices que nunca logran sanar.




La gente no es buena con los demás

La gente no es buena con los demás

La gente no es buena con los demás

y supongo que nunca lo serán

y no les pido que lo sean.

La cuenta suspenderá

las nubes nublarán,

el asesino decapitará al niño

como si diera una mordida a un cono de helado.




Y los años pasaban y yo seguía recostado sobre esa cama, viviendo cada revolcada de agua esperando que fuera la última. Hasta que me encontré una buena guarida, una buena capa protectora. Flotando en el universo como un satélite escalpado siempre deseoso pero siempre miedoso de volver a chocar de lleno contra su planeta adorado.

“Ya estás otra vez de satélite” me decía mi padre cuando yo era más chico y no quería separarme de su lado. Y como lo hacía en ese entonces así me mantuve girando por años, rozando ocasionalmente la órbita del planeta femenino. Lastimando yo a veces a esa misteriosa esfera con mis hoyos lunares o lastimándome a veces ella con su atmósfera cambiante.

Recostado entonces sobre esos quince años, abría los ojos y miraba en vivo a la luna, dejando que los dedos de Charles y la garganta de Jordi se movieran entre mi pelo provocándome escalofríos con su:




Demasiado, muy poco

muy gordo

muy delgado

O nadie.

Mas rivales que amantes

La gente no es buena con la demás

tal vez si lo fuera

nuestras muertes no serían tan malas

mientras tanto, miro a las jovencitas

codiciadas

flores de oportunidad.

Debe haber una manera

seguramente debe haber una manera

en la que todavía no hemos pensado

¿quién puso este cerebro en mí?




Recostado sobre mi espalda, sobre un futón rojo cubierto de una cobija rosa, a través los audífonos escucho a Lou Reed. Únicamente acompañado por mi sobriedad, observo el techo y después a la luna y juego a pensar en que soy un satélite deseoso y ya no miedoso de entrar pacientemente en mi planeta adorado y provocar estallidos y maremotos y el fin de los tiempos para nacer otra vez. Crear juntos un nuevo planeta y poblar y vivir otra vez.

Recostado sobre mi espalda, caminando lentamente entre las manecillas de un reloj, pienso en mi mujer y en su luna que siempre será también la mía y que siempre, por siempre, como el amor, estará ahí.




él llora

él pide

él dice que hay oportunidad

Ésta no dirá no.


Charles Bukowski.




Entonces Jordi decía “ahora con ustedes...”, daba una calada a su cigarro y repetía, “ahora con ustedes…”


“Sweet Jane”.





Para Janis White, con todo mi amor, respeto y deseo.

Y el crédito evidente a Jordi Soler y Charles Bukowski.

Agustín Vélez.

Campeche. Ciudad de México. Agosto del Dos mil diez.

sábado, 24 de julio de 2010

Niza.

Niza.

(Caída).

Estaba a punto de morir el día. El sol, marchito y lastimado, se iba retirando poco a poco esperando que el mundo llorara por su caída, que fuera testigo de su sufrimiento e hiciera una fiesta por ello. Pero no era así, el mundo seguía su curso caótico y apenas si algún turista constataba el hecho con su cámara fotográfica.

La calle era la Rue Paradise y la ciudad era Niza. Donde Francia es más Francia que el resto de Francia pero también es más Italia que el resto de Italia. Como si en su indecisión se hicieran más fuertes las raíces de sus habitantes. Un sitio donde la vida escribe conscientemente el epitafio de su propia tumba.

Me hubiera gustado estar solo pero no lo estaba. Mi eventual pareja lo había sido ya por más de tres años. Pero en ese momento era una pareja eventual.

Se llamaba María aunque me hubiera gustado que no tuviera nombre. Me hubiera encantado que su nombre fuera una extensión imposible de todas las mujeres con las que había estado en mi vida. Desde mi madre. Pero no era así. La conocía y la conocía bien, de pies a cabeza. Presentía sus movimientos, sus gestos, sus ansiosas y repetidas caricias.

Los dos compartíamos el mismo cigarro, aunque ella parecía disfrutarlo más que yo. Chupaba casi con furia del filtro dejándolo exhausto, imposibilitado de recibir más fumadas. En impulsar al narcótico humo hasta sus entrañas se le escapaba la realidad. Y eso me enojaba. Porque el cigarro se calentaba y no se dejaba querer como yo quería. Ya no era mío. No era mi vicio, era de los dos. Ya no era mi futuro doloroso y solitario, era nuestra compañía soportable hasta el fin de los tiempos.

Así que jalé del bolso de mi pantalón mi ánfora de ron cubano. Di un buen trago, lo dejé recorrer y rasgar mi garganta mientras el sol hacía lo mismo sobre la tela del cielo.

Me hundí dentro de su boca de vidrio ambarino. Palpable pero irreal. Besé sus contornos asfixiantes. Di un trago más. Permití que ese líquido semejante a la miel -en color, no en demencia- mojara mis labios y cayera un poco sobre mi barba negra. Dejé que las gotas saltaran tímidas hasta mi pecho y que caminaran hasta llegar a mi vientre. Como si fueran dagas mortíferas recién afiladas, dejando a su paso una deliciosa línea roja, sensual, seductora, preciosa, tocando con su punta amenazante el inicio del pubis, justo ahí, en el lugar ideal. El sudor haciéndole una compañía natural, acostumbrada. La excitación de María detenida por mis miradas frías e imposibles de resucitar.

La calle atestada de gente prometía algo que aún yo, cabizbajo y perdido, no reconocía. Los turistas accionaban sus cámaras, sonrientes, esperanzados de encontrar en el futuro lo que no podían reconocer en el presente. Los hoteles, estoicos, seguían resistiendo el trajín diario de sus huéspedes. Los comercios, cansados y asqueados, apenas si abrían las piernas para continuar con la entrada y salida rasposa de los falos de idéntico rostro, ansiosos, flacos y aturdidos por el día.

El nombre de la figura que descansaba en mi hombro, abrió apenas su boca para sugerir la idea de refugiarnos en un bar cercano a la playa (si es que a un lugar con mar frío y rocas en lugar de arena se le puede llamar playa).

-Tal vez alcancemos pedirle un deseo al sol antes de que se vaya.

Muerto, aplastado por las agonizantes sombras proyectadas sobre el suelo caliente, me dejé conducir de la mano de esta mujer tan niña. Era nuestro primer día en la ciudad, así que la promesa de un bar cercano a la playa era débil, tan posible como imposible. Tan de Italia como de Francia.

Sus pasos eran rápidos, lejanos de imitar la sensual caída del sol que nos esperaba y que, según mis ojos alcohólicos, se había detenido dolorosamente en un punto cercano a los techos de los bajos hoteles de la Rue Paradise.

Pedí una cerveza bien fría, una medicina que tuviera la capacidad de refrescar el espíritu ausente y no ahogarlo como el ron, que pudiera levantar árboles en el desierto de mi cuerpo, que mojara los tristes ríos de arena que poblaban mi horizonte. Y ella ordenó lo mismo, después de mí.

Encendí un cigarro que dejé sobre los dedos de niño travieso de María. Obligué a que el fuego encendiera uno para mí, para mis miedos, para mi vida propia y de nadie más. La supuesta playa se encontraba distante de nosotros, separada por una avenida central donde los automóviles no eran sino hormigas rojas clavando a cada paso sus patas filosas sobre la tierra bien asfaltada.

Aquel sol seguía con la mirada bien atenta. Esa mujer seguía con sus aguijones de ojos sobre mi persona. Esperando a mis palabras, una frase tan siquiera, un gesto tan siquiera, un abrazo tan siquiera. Pero no era posible ninguna de esas opciones.

-Si quieres puedes pedir algo de comer.

¿Qué iba a poder comer? ¿Apenas un grano de sal? Una campana hubiera estado bien, un edificio, una montaña de espinas, algo que abriera mis entrañas, que las expusiera ante ella, que me dividiera en dos, en tres, en mil personas más, en mil seres distintos a mí que la hicieran feliz, que pudieran convencerla de que la vida es un océano color de rosa, que su madre está cuerda, que su padre nunca morirá, que yo seré por siempre y para siempre su amado perfecto.

-No, gracias, no tengo nada de hambre. Guardemos ese dinero para comprar otra botella de ron y más cigarros.

-Como tú quieras, pero si tienes hambre sólo dime.

-Está a punto de morir el sol.

Ella, predeciblemente, cerró los ojos. Me tomó de la mano. La apretó tratando de extraer todo lo que nunca podría extraer de mí. Golondrinas rozaron la línea que dibuja la muerte sobre el horizonte. En mi mente el mundo se pudrió por fin. Dejó de caminar lento. Dejó para mejor momento el sufrimiento, la inevitable caída de la noche, la creación de dioses responsables de los pecados, culpables del bien y del mal, del amor y del hastío, del nacimiento y de los giros interminables de dolor, de llanto, de confesiones repletas de deseos reprimidos. De la muerte inevitable de María.

Con el sol derrotado sobre nuestros hombros, caminamos juntos, tocando con el cansancio de nuestros pies el asfalto caliente. Le tomé la mano por volar sin hacerlo. Por soñar sin dormir juntos.

Abrimos la puerta de nuestra habitación. Desnudé el cuerpo que llevaba años desnudando. Descubrí la cama que había dejado de ser un misterio excitante. Pensé en mi familia mientras abría la botella recién comprada. En lo lejano que estaba de mi tierra, de mis territorios. Serví un vaso mientras pensaba sólo en mí. Me bebí de un trago toda la tristeza que nunca se alejaría de nuestro mundo. Dejé que su trayecto doliera, que hiciera sangrar mis entrañas, mi corazón.

Separé sus rodillas mecánicamente. Le penetré. La noche abrazó al planeta. Mis movimientos fueron lentos y melancólicos. Su deseo gimió en una palabra:

-Quiéreme.

Mi deseo se alejó. Inevitablemente. Salió de su cuerpo para encontrar descanso en la terraza. Se hizo acompañar por la botella de Ron y tres cigarros fumados uno tras otro. Y las lágrimas comenzaron su descenso. Tocaron el piso. El amor cayó flotando rítmicamente, mientras los turistas volvían a poblar con su locura la Rue Paradise.

viernes, 23 de julio de 2010

La respuesta del Doctor.

Pensé en el valor literario que tendría publicar acá la respuesta de mi padre. Pero como esto no tiene ningún valor, mas que el que le da el que escribe: aquí la respuesta de aquel al que quiero y que vivirá por siempre en este espacio:

Otra carta a mi hijo.

No soy escritor, sólo escribo lo que pienso. No sé si escribo bien lo que pienso o si pienso bien lo que voy a escribir, simplemente escribo. Nunca he querido ser escritor, sin embargo algo debe haber dentro de mí que se transmitió al Agustín Vélez que es mi hijo y a la vez el nieto del otro Agustín Vélez, este último con un Gallegos como segundo apellido. Él sí que escribía, era poeta, tenía algo de loco pero no era músico.

A mí me gusta leer y escribir y también escuchar y disfrutar de la música. Pero, no soy ni músico, ni poeta, aunque sí loco. Mi hijo, el tercero de los Agustín Vélez, algo heredó de los dos anteriores, mi papá y yo. Escribe como loco, desaforado vomita palabras como ladrillos de un castillo, construye, crea, disfruta lo que crea. Otorga tonalidades a las frases, las hace cantar, como creador, les da vida. Se siente Dios y lo dice abiertamente y en lo corto, en su terapia.

Es cierto, hace 12 años escribí una carta que, al igual que ahora, tuvo su origen en la necesidad de decir algo. Entonces quería confiarle mis pensamientos acerca del sentido de mi vida, de la de nadie más, pero, como es mi hijo, los hizo suyos. Les encontró su propio sentido y lo agradece. Cuando soy yo quien le agradece haberles encontrado algún sentido a ese manojo de palabras que liberé de mi cuerpo; ellas querían salir y yo las dejé ir. Sirvieron de algo.

Crecí con una frase en mi cabeza: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace el camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar” “Caminante, no hay camino sino estelas en la mar”

A mi hijo con amor de orgulloso padre

Ciudad de México, al final de la primera década del siglo XXI

domingo, 11 de julio de 2010

El Rocanrol del Doctor.

Mira que no soy afecto a escribir recuerdos reales porque me parece un truco barato. Aunque mira que a veces aquellos son los más efectivos, sobre todo si los ojos que los observan son los de un público atento a cualquier cosa que los saque de su caminata eterna sobre el centro de sus ciudades. Dónde quedó la bolita, se preguntan y si es que acaso adivinan, se desilusionan pues han descubierto el truco. Un truco barato no espera ser descubierto precisamente porque fue gratis, ¿qué chiste tiene descubrirlo? Pero la verdad es que nunca quise ser mago; como sabes, siempre quise ser violinista en un mariachi.

Y mira que no soy afecto a las metáforas pero ya me aventé un par sin sentido y ya no sé dónde quedó la bolita. La verdad es que, amigo mío, últimamente mi cabeza está dividida en tres cáscaras de nuez y nunca adivino dónde mierdas quedó el recuerdo que buscaba.

Pero si miro hacia arriba, aparece el título de esto y entonces te digo que recuerdo que a ti siempre te gustó el rocanrol. Y ayer me eché una película que estaba llena de canciones y de historias de esa música que tú me enseñaste y por la que me llevaste y que me ha acompañado en todas las etapas de mis treinta.

Fíjate que no recuerdo cuál es la primera que recuerdo, pero sí sé que Beautiful boy de Lennon, me era tarareada en mis primeros años por las cuerdas de tu garganta según me cuentan. Y según me cuento a mí mismo cuando me da por hacer trucos baratos, recuerdo aquellas fiestas que dabas para tus amigos. Yo entonces tendría seis o siete años. Me gustaba aparecerme después de media noche, cuando ya todos habían dejado sus disfraces al fondo de la botella o del clóset, caminando haciéndome el dormido aunque con los ojos bien abiertos con mi cobija rosa a rastras. Y entonces los señores me hacían la fiesta y reían y yo les decía por adentro, “ándenles, cabrones, ríanse del niñito que mañana, cuando no se puedan ni mover, él se estará riendo de ustedes”. Y ese “mañana” viajó por el tiempo hasta que me di cuenta que la que ganaba era la cruda sobre todos nosotros.

Pero siguiendo con la fiesta, yo me colocaba justo debajo de aquella mesa de vidrio, la mesa del centro de atención que me ha acompañado toda mi vida adulta y tú tenías ya esa guitarra café y cantabas tequila con limón y un poco de ron aunque todos, hasta yo, sabíamos que nomás cantabas para divertirnos.

Porque a ti lo que te gustaba era escuchar discos de Frank Zappa o el Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band los domingos después de haber comprado el UnomásUno. Cuando eran las diez de la mañana en la casa del centro de Tlalpan y tú ponías aquellos discos que sonaban a agujas raspando vinil y yo despertaba con siete u ocho años caminando ligero por ese largo pasillo y te encontraba ahí, cantando y escuchando; o sólo escuchando, y yo me acostaba a seguir el sueño que había tenido a tus pies mientras tú interpretabas como buen siquiatra esas canciones o mis sueños o al país o la portada del Who´s next.

Y mira que no soy afecto a mostrarte mi afecto en público porque somos hombres y Viva- La-Paz-hijos-de-la-Chingada, pero hoy ya es domingo por la noche y en la mañana pensé mucho en ti. Porque pasa que cuando me da por preparar el desayuno los domingos, sigo la misma rutina que recuerdo tú tenías. Y pongo un disco de los clásicos a todo volumen valiéndome madre si molesto a los vecinos, echo cualquier cantidad de huevos, salchichas, jamón, cebolla y chile al sartén y desayuno mientras leo La Jornada a falta del UnomásUno. Pero eso sí, evito poner A day in the life porque escuchar ese final tan temprano, me sigue sacando de onda aunque ya esté huevoncito. Y una vez he terminado, voy al baño con un libro, el que sea que esté leyendo y entonces recuerdo que otro de los placeres que me heredaste, (además del de cagar), es el de la literatura.

Y mira que el de la música y el de los libros, para mí siempre han ido de la mano. Porque da la casualidad de que el primer libro al que me llevaste, (porque nunca me lo diste en la mano, conductista de cuarta), fue La Tumba de José Agustín. Y entonces las palabras se movían tan libres como los dedos de Clapton en el Sunshine of your love y yo veía sorprendido que los escritores no eran sólo esos barbones que escuchaban vals mientras apuntaban en sus libretitas los traumas de señoronas sans sacudidas como Freud en sus Obras Completas, sino rockstars que usaban las comas y los puntos y las “y” para unir historias a un ritmo vertiginoso y meramente desmadroso. Y así como pasé del fresa She loves you de los Beatles al durísimo Sándwich de Zappa, también fui avanzando de esa Tumba hasta llegar al Se está haciendo tarde o al Pasto verde de Parménides. Y ahí valió madres, mi hermano. Porque entonces vino Hemingway, Miller, Burroughs, Kerouac y Leonard Cohen y Sam Shepard y Bukowski que sí chupaba y en serio. Esos sí eran hombres y no pedazos como los putos maricas de la Literatura de la Onda.

Pero repito, ahí valió. Porque entonces tiré al excusado el futbol y sus regaderas grupales medio homo y me fui derechito por el camino del strong silent man como bien le llama Tony Soprano. Me gustó la soledad de la noche frente a un teclado, escuchando música, dándole duro a las teclas como si no hubiera mañana. Pero ese también es un disfraz, una fachada más rocosa pero fachada al fin. Y en fin que así fui yo y aquí estoy yo, abusando de las groserías y las “y” para esconder lo que realmente siento.

Que es decirte que te quiero.

Que mi más grande tesoro es una carta que me escribiste cuando cumplí dieciocho años. Esa carta que me escribiste desde Santiago de Chile un nueve de octubre de hace doce años. Esa carta escrita con una letra incomprensible de doctor, que me describía como un hombre sensible, capaz de crear lo que quisiera. Esa carta que me decía que no había camino ni bueno ni malo, solamente el mío. Esa carta que, irónicamente, consulto cada vez que pierdo el rumbo y no sé para dónde ir como ahora. Esa carta que me hizo escribir esta carta, ahí por si ocupas. Esa carta que me dice que sí, que la vida es jodidísima pero tiene su lado bueno.

Que no es que el malo gane, sino que el bueno lo interpretó Mel Gibson y Mel Gibson apesta.

Que no es que Ringo fuera malo, sino que lo opacaron tres estrellas que sin él no hubieran brillado.

Que no es que no hubieras querido que fuera siquiatra, sino que no quise serlo.

Que no es que las mujeres estén locas, sino que los hombres no nos hemos tomado el tiempo suficiente para averiguar si realmente nosotros somos los cuerdos.

Que no es que Obladí Obladá sea una canción de mierda, sino que le gusta a los niños.

Que no es que la noche sea corta, sino que yo, por pinchi necio, la quiera hacer más larga de lo que, científicamente, es.

Que no es que Zappa sea incomprensible, sino que yo, por mi complejo de Dios, no pueda sentarme a escuchar lo que otros hacen mejor.

Que no es que, cuando jugaba futbol, fallara las más fáciles, sino que metía las más difíciles.

Que no es que nada, sino que todo.

Que si todo está jodido, no hay como pararse un domingo, poner un buen disco de rocanrol y echar en el sartén todo lo que quepa.

Y desayunar sin prisa, alimentar a la opinión propia y pensar que esta vida se hizo para vivirla como viene, día a día y mejor si ese día tiene un Here comes the sun armonizándolo.

Y por supuesto, para ir a cagarla después y a lo que sigue.

Para mi Padre con todo el All you need is love que cabe en estas páginas.

Agustín Vélez Romero.

Campeche, D.F.

11 de julio del dos mil diez.