sábado, 24 de julio de 2010

Niza.

Niza.

(Caída).

Estaba a punto de morir el día. El sol, marchito y lastimado, se iba retirando poco a poco esperando que el mundo llorara por su caída, que fuera testigo de su sufrimiento e hiciera una fiesta por ello. Pero no era así, el mundo seguía su curso caótico y apenas si algún turista constataba el hecho con su cámara fotográfica.

La calle era la Rue Paradise y la ciudad era Niza. Donde Francia es más Francia que el resto de Francia pero también es más Italia que el resto de Italia. Como si en su indecisión se hicieran más fuertes las raíces de sus habitantes. Un sitio donde la vida escribe conscientemente el epitafio de su propia tumba.

Me hubiera gustado estar solo pero no lo estaba. Mi eventual pareja lo había sido ya por más de tres años. Pero en ese momento era una pareja eventual.

Se llamaba María aunque me hubiera gustado que no tuviera nombre. Me hubiera encantado que su nombre fuera una extensión imposible de todas las mujeres con las que había estado en mi vida. Desde mi madre. Pero no era así. La conocía y la conocía bien, de pies a cabeza. Presentía sus movimientos, sus gestos, sus ansiosas y repetidas caricias.

Los dos compartíamos el mismo cigarro, aunque ella parecía disfrutarlo más que yo. Chupaba casi con furia del filtro dejándolo exhausto, imposibilitado de recibir más fumadas. En impulsar al narcótico humo hasta sus entrañas se le escapaba la realidad. Y eso me enojaba. Porque el cigarro se calentaba y no se dejaba querer como yo quería. Ya no era mío. No era mi vicio, era de los dos. Ya no era mi futuro doloroso y solitario, era nuestra compañía soportable hasta el fin de los tiempos.

Así que jalé del bolso de mi pantalón mi ánfora de ron cubano. Di un buen trago, lo dejé recorrer y rasgar mi garganta mientras el sol hacía lo mismo sobre la tela del cielo.

Me hundí dentro de su boca de vidrio ambarino. Palpable pero irreal. Besé sus contornos asfixiantes. Di un trago más. Permití que ese líquido semejante a la miel -en color, no en demencia- mojara mis labios y cayera un poco sobre mi barba negra. Dejé que las gotas saltaran tímidas hasta mi pecho y que caminaran hasta llegar a mi vientre. Como si fueran dagas mortíferas recién afiladas, dejando a su paso una deliciosa línea roja, sensual, seductora, preciosa, tocando con su punta amenazante el inicio del pubis, justo ahí, en el lugar ideal. El sudor haciéndole una compañía natural, acostumbrada. La excitación de María detenida por mis miradas frías e imposibles de resucitar.

La calle atestada de gente prometía algo que aún yo, cabizbajo y perdido, no reconocía. Los turistas accionaban sus cámaras, sonrientes, esperanzados de encontrar en el futuro lo que no podían reconocer en el presente. Los hoteles, estoicos, seguían resistiendo el trajín diario de sus huéspedes. Los comercios, cansados y asqueados, apenas si abrían las piernas para continuar con la entrada y salida rasposa de los falos de idéntico rostro, ansiosos, flacos y aturdidos por el día.

El nombre de la figura que descansaba en mi hombro, abrió apenas su boca para sugerir la idea de refugiarnos en un bar cercano a la playa (si es que a un lugar con mar frío y rocas en lugar de arena se le puede llamar playa).

-Tal vez alcancemos pedirle un deseo al sol antes de que se vaya.

Muerto, aplastado por las agonizantes sombras proyectadas sobre el suelo caliente, me dejé conducir de la mano de esta mujer tan niña. Era nuestro primer día en la ciudad, así que la promesa de un bar cercano a la playa era débil, tan posible como imposible. Tan de Italia como de Francia.

Sus pasos eran rápidos, lejanos de imitar la sensual caída del sol que nos esperaba y que, según mis ojos alcohólicos, se había detenido dolorosamente en un punto cercano a los techos de los bajos hoteles de la Rue Paradise.

Pedí una cerveza bien fría, una medicina que tuviera la capacidad de refrescar el espíritu ausente y no ahogarlo como el ron, que pudiera levantar árboles en el desierto de mi cuerpo, que mojara los tristes ríos de arena que poblaban mi horizonte. Y ella ordenó lo mismo, después de mí.

Encendí un cigarro que dejé sobre los dedos de niño travieso de María. Obligué a que el fuego encendiera uno para mí, para mis miedos, para mi vida propia y de nadie más. La supuesta playa se encontraba distante de nosotros, separada por una avenida central donde los automóviles no eran sino hormigas rojas clavando a cada paso sus patas filosas sobre la tierra bien asfaltada.

Aquel sol seguía con la mirada bien atenta. Esa mujer seguía con sus aguijones de ojos sobre mi persona. Esperando a mis palabras, una frase tan siquiera, un gesto tan siquiera, un abrazo tan siquiera. Pero no era posible ninguna de esas opciones.

-Si quieres puedes pedir algo de comer.

¿Qué iba a poder comer? ¿Apenas un grano de sal? Una campana hubiera estado bien, un edificio, una montaña de espinas, algo que abriera mis entrañas, que las expusiera ante ella, que me dividiera en dos, en tres, en mil personas más, en mil seres distintos a mí que la hicieran feliz, que pudieran convencerla de que la vida es un océano color de rosa, que su madre está cuerda, que su padre nunca morirá, que yo seré por siempre y para siempre su amado perfecto.

-No, gracias, no tengo nada de hambre. Guardemos ese dinero para comprar otra botella de ron y más cigarros.

-Como tú quieras, pero si tienes hambre sólo dime.

-Está a punto de morir el sol.

Ella, predeciblemente, cerró los ojos. Me tomó de la mano. La apretó tratando de extraer todo lo que nunca podría extraer de mí. Golondrinas rozaron la línea que dibuja la muerte sobre el horizonte. En mi mente el mundo se pudrió por fin. Dejó de caminar lento. Dejó para mejor momento el sufrimiento, la inevitable caída de la noche, la creación de dioses responsables de los pecados, culpables del bien y del mal, del amor y del hastío, del nacimiento y de los giros interminables de dolor, de llanto, de confesiones repletas de deseos reprimidos. De la muerte inevitable de María.

Con el sol derrotado sobre nuestros hombros, caminamos juntos, tocando con el cansancio de nuestros pies el asfalto caliente. Le tomé la mano por volar sin hacerlo. Por soñar sin dormir juntos.

Abrimos la puerta de nuestra habitación. Desnudé el cuerpo que llevaba años desnudando. Descubrí la cama que había dejado de ser un misterio excitante. Pensé en mi familia mientras abría la botella recién comprada. En lo lejano que estaba de mi tierra, de mis territorios. Serví un vaso mientras pensaba sólo en mí. Me bebí de un trago toda la tristeza que nunca se alejaría de nuestro mundo. Dejé que su trayecto doliera, que hiciera sangrar mis entrañas, mi corazón.

Separé sus rodillas mecánicamente. Le penetré. La noche abrazó al planeta. Mis movimientos fueron lentos y melancólicos. Su deseo gimió en una palabra:

-Quiéreme.

Mi deseo se alejó. Inevitablemente. Salió de su cuerpo para encontrar descanso en la terraza. Se hizo acompañar por la botella de Ron y tres cigarros fumados uno tras otro. Y las lágrimas comenzaron su descenso. Tocaron el piso. El amor cayó flotando rítmicamente, mientras los turistas volvían a poblar con su locura la Rue Paradise.

viernes, 23 de julio de 2010

La respuesta del Doctor.

Pensé en el valor literario que tendría publicar acá la respuesta de mi padre. Pero como esto no tiene ningún valor, mas que el que le da el que escribe: aquí la respuesta de aquel al que quiero y que vivirá por siempre en este espacio:

Otra carta a mi hijo.

No soy escritor, sólo escribo lo que pienso. No sé si escribo bien lo que pienso o si pienso bien lo que voy a escribir, simplemente escribo. Nunca he querido ser escritor, sin embargo algo debe haber dentro de mí que se transmitió al Agustín Vélez que es mi hijo y a la vez el nieto del otro Agustín Vélez, este último con un Gallegos como segundo apellido. Él sí que escribía, era poeta, tenía algo de loco pero no era músico.

A mí me gusta leer y escribir y también escuchar y disfrutar de la música. Pero, no soy ni músico, ni poeta, aunque sí loco. Mi hijo, el tercero de los Agustín Vélez, algo heredó de los dos anteriores, mi papá y yo. Escribe como loco, desaforado vomita palabras como ladrillos de un castillo, construye, crea, disfruta lo que crea. Otorga tonalidades a las frases, las hace cantar, como creador, les da vida. Se siente Dios y lo dice abiertamente y en lo corto, en su terapia.

Es cierto, hace 12 años escribí una carta que, al igual que ahora, tuvo su origen en la necesidad de decir algo. Entonces quería confiarle mis pensamientos acerca del sentido de mi vida, de la de nadie más, pero, como es mi hijo, los hizo suyos. Les encontró su propio sentido y lo agradece. Cuando soy yo quien le agradece haberles encontrado algún sentido a ese manojo de palabras que liberé de mi cuerpo; ellas querían salir y yo las dejé ir. Sirvieron de algo.

Crecí con una frase en mi cabeza: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace el camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar” “Caminante, no hay camino sino estelas en la mar”

A mi hijo con amor de orgulloso padre

Ciudad de México, al final de la primera década del siglo XXI

domingo, 11 de julio de 2010

El Rocanrol del Doctor.

Mira que no soy afecto a escribir recuerdos reales porque me parece un truco barato. Aunque mira que a veces aquellos son los más efectivos, sobre todo si los ojos que los observan son los de un público atento a cualquier cosa que los saque de su caminata eterna sobre el centro de sus ciudades. Dónde quedó la bolita, se preguntan y si es que acaso adivinan, se desilusionan pues han descubierto el truco. Un truco barato no espera ser descubierto precisamente porque fue gratis, ¿qué chiste tiene descubrirlo? Pero la verdad es que nunca quise ser mago; como sabes, siempre quise ser violinista en un mariachi.

Y mira que no soy afecto a las metáforas pero ya me aventé un par sin sentido y ya no sé dónde quedó la bolita. La verdad es que, amigo mío, últimamente mi cabeza está dividida en tres cáscaras de nuez y nunca adivino dónde mierdas quedó el recuerdo que buscaba.

Pero si miro hacia arriba, aparece el título de esto y entonces te digo que recuerdo que a ti siempre te gustó el rocanrol. Y ayer me eché una película que estaba llena de canciones y de historias de esa música que tú me enseñaste y por la que me llevaste y que me ha acompañado en todas las etapas de mis treinta.

Fíjate que no recuerdo cuál es la primera que recuerdo, pero sí sé que Beautiful boy de Lennon, me era tarareada en mis primeros años por las cuerdas de tu garganta según me cuentan. Y según me cuento a mí mismo cuando me da por hacer trucos baratos, recuerdo aquellas fiestas que dabas para tus amigos. Yo entonces tendría seis o siete años. Me gustaba aparecerme después de media noche, cuando ya todos habían dejado sus disfraces al fondo de la botella o del clóset, caminando haciéndome el dormido aunque con los ojos bien abiertos con mi cobija rosa a rastras. Y entonces los señores me hacían la fiesta y reían y yo les decía por adentro, “ándenles, cabrones, ríanse del niñito que mañana, cuando no se puedan ni mover, él se estará riendo de ustedes”. Y ese “mañana” viajó por el tiempo hasta que me di cuenta que la que ganaba era la cruda sobre todos nosotros.

Pero siguiendo con la fiesta, yo me colocaba justo debajo de aquella mesa de vidrio, la mesa del centro de atención que me ha acompañado toda mi vida adulta y tú tenías ya esa guitarra café y cantabas tequila con limón y un poco de ron aunque todos, hasta yo, sabíamos que nomás cantabas para divertirnos.

Porque a ti lo que te gustaba era escuchar discos de Frank Zappa o el Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band los domingos después de haber comprado el UnomásUno. Cuando eran las diez de la mañana en la casa del centro de Tlalpan y tú ponías aquellos discos que sonaban a agujas raspando vinil y yo despertaba con siete u ocho años caminando ligero por ese largo pasillo y te encontraba ahí, cantando y escuchando; o sólo escuchando, y yo me acostaba a seguir el sueño que había tenido a tus pies mientras tú interpretabas como buen siquiatra esas canciones o mis sueños o al país o la portada del Who´s next.

Y mira que no soy afecto a mostrarte mi afecto en público porque somos hombres y Viva- La-Paz-hijos-de-la-Chingada, pero hoy ya es domingo por la noche y en la mañana pensé mucho en ti. Porque pasa que cuando me da por preparar el desayuno los domingos, sigo la misma rutina que recuerdo tú tenías. Y pongo un disco de los clásicos a todo volumen valiéndome madre si molesto a los vecinos, echo cualquier cantidad de huevos, salchichas, jamón, cebolla y chile al sartén y desayuno mientras leo La Jornada a falta del UnomásUno. Pero eso sí, evito poner A day in the life porque escuchar ese final tan temprano, me sigue sacando de onda aunque ya esté huevoncito. Y una vez he terminado, voy al baño con un libro, el que sea que esté leyendo y entonces recuerdo que otro de los placeres que me heredaste, (además del de cagar), es el de la literatura.

Y mira que el de la música y el de los libros, para mí siempre han ido de la mano. Porque da la casualidad de que el primer libro al que me llevaste, (porque nunca me lo diste en la mano, conductista de cuarta), fue La Tumba de José Agustín. Y entonces las palabras se movían tan libres como los dedos de Clapton en el Sunshine of your love y yo veía sorprendido que los escritores no eran sólo esos barbones que escuchaban vals mientras apuntaban en sus libretitas los traumas de señoronas sans sacudidas como Freud en sus Obras Completas, sino rockstars que usaban las comas y los puntos y las “y” para unir historias a un ritmo vertiginoso y meramente desmadroso. Y así como pasé del fresa She loves you de los Beatles al durísimo Sándwich de Zappa, también fui avanzando de esa Tumba hasta llegar al Se está haciendo tarde o al Pasto verde de Parménides. Y ahí valió madres, mi hermano. Porque entonces vino Hemingway, Miller, Burroughs, Kerouac y Leonard Cohen y Sam Shepard y Bukowski que sí chupaba y en serio. Esos sí eran hombres y no pedazos como los putos maricas de la Literatura de la Onda.

Pero repito, ahí valió. Porque entonces tiré al excusado el futbol y sus regaderas grupales medio homo y me fui derechito por el camino del strong silent man como bien le llama Tony Soprano. Me gustó la soledad de la noche frente a un teclado, escuchando música, dándole duro a las teclas como si no hubiera mañana. Pero ese también es un disfraz, una fachada más rocosa pero fachada al fin. Y en fin que así fui yo y aquí estoy yo, abusando de las groserías y las “y” para esconder lo que realmente siento.

Que es decirte que te quiero.

Que mi más grande tesoro es una carta que me escribiste cuando cumplí dieciocho años. Esa carta que me escribiste desde Santiago de Chile un nueve de octubre de hace doce años. Esa carta escrita con una letra incomprensible de doctor, que me describía como un hombre sensible, capaz de crear lo que quisiera. Esa carta que me decía que no había camino ni bueno ni malo, solamente el mío. Esa carta que, irónicamente, consulto cada vez que pierdo el rumbo y no sé para dónde ir como ahora. Esa carta que me hizo escribir esta carta, ahí por si ocupas. Esa carta que me dice que sí, que la vida es jodidísima pero tiene su lado bueno.

Que no es que el malo gane, sino que el bueno lo interpretó Mel Gibson y Mel Gibson apesta.

Que no es que Ringo fuera malo, sino que lo opacaron tres estrellas que sin él no hubieran brillado.

Que no es que no hubieras querido que fuera siquiatra, sino que no quise serlo.

Que no es que las mujeres estén locas, sino que los hombres no nos hemos tomado el tiempo suficiente para averiguar si realmente nosotros somos los cuerdos.

Que no es que Obladí Obladá sea una canción de mierda, sino que le gusta a los niños.

Que no es que la noche sea corta, sino que yo, por pinchi necio, la quiera hacer más larga de lo que, científicamente, es.

Que no es que Zappa sea incomprensible, sino que yo, por mi complejo de Dios, no pueda sentarme a escuchar lo que otros hacen mejor.

Que no es que, cuando jugaba futbol, fallara las más fáciles, sino que metía las más difíciles.

Que no es que nada, sino que todo.

Que si todo está jodido, no hay como pararse un domingo, poner un buen disco de rocanrol y echar en el sartén todo lo que quepa.

Y desayunar sin prisa, alimentar a la opinión propia y pensar que esta vida se hizo para vivirla como viene, día a día y mejor si ese día tiene un Here comes the sun armonizándolo.

Y por supuesto, para ir a cagarla después y a lo que sigue.

Para mi Padre con todo el All you need is love que cabe en estas páginas.

Agustín Vélez Romero.

Campeche, D.F.

11 de julio del dos mil diez.